Cataluña: pan para hoy y hambre para mañana

Tenemos que hacer algo. Por mucho que dos personas estén hechas el uno para el otro, por mucho que se hayan dado un sí comprometido hasta que la muerte nos separe, el divorcio está admitido por la ley y por la sociedad. De la misma manera, por mucho que catalanes y castellanos llevemos milenios conviviendo y llamándonos de tu, por mucho que todos aceptáramos un mismo Estado y unas mismas reglas de juego en 1978, la posibilidad de irnos cada uno por nuestro lado es real, repito, REAL, porque en nuestros días a nadie se le puede obligar a nada que no sea a pagar más impuestos.

Pienso que el nacionalismo nace de un descontento ante dificultades materiales reales o imaginarias, pero al mismo tiempo tiene que existir, conjuntamente o por separado, una mitología que haga que el grupo se crea diferente. Mejor incluso, atacado en su diferencia. Por eso, si nos importa que nuestro país siga unido, hemos de atajar estas dos causas del separatismo, aunque pueda haber otras. Y hemos de hacerlo pensando en los próximos cincuenta años, desmarcándonos del cortoplacismo miope de los partidos, que se niegan a ver más allá de las próximas elecciones.

Parece que en Madrid algunos medios de comunicación han leído los resultados de las últimas elecciones como un fracaso para el plan soberanista que proponía una consulta sobre la independencia. Sin embargo, la realidad es que los partidos nacionalistas se han radicalizado y aun así siguen obteniendo el mismo número de votos, aproximadamente y vistos en su conjunto. Dejar las cosas como están, esperar a que todo se calme y Artur Mas se muera de éxito no es más que ir haciéndonos a nosotros mismos, poco a poco, el nudo de la soga.

Estudiemos serenamente los agravios económicos que dicen tener los ciudadanos de Cataluña y obremos en consecuencia. Si los que somos de Madrid hemos de bajar la testuz y admitir que nos beneficiamos en exceso de ser la Capital, bajémosla y démosles lo que les corresponde. No pongamos freno a las posibilidades de este territorio de ser la zona más pujante del Mediterráneo y una de las más ricas de Europa.

Ahora bien, lo que no se puede atajar de la noche a la mañana es la mitología catalana que les haría ser un pueblo aparte, que simplemente se ha visto unido al pueblo español por casualidad o de modo forzado y que ha vivido su vida obedeciendo unas leyes que en realidad no eran las suyas. Ni siquiera concediendo pactos fiscales o conciertos económicos, por muy apetitosos que sean. Para convencer a una población de que ellos son un país, con otra cultura y otro porvenir, han hecho falta miles de horas de televisión y de lecciones de historia en la escuela que no se borran con un decreto ley ni tampoco con una reforma constitucional.

Llevamos mucho más de treinta años en que cuando un catalán ve el telediario España no es España, es "el Estado" y en que cuando se habla de la selección no es la selección nacional, es la selección "del Estado", por poner sólo dos ejemplos. No he mirado sus manuales de historia de la E.S.O., pero puedo imaginarme perfectamente libros en los que la palabra España no aparezca hasta el siglo XVIII y en que los catalanes nunca se hayan identificado con un proyecto común de gallegos, castellanos, asturianos y andaluces.

Este nacionalismo –llamémoslo "cultural"- no se deshace en una legislatura ni en una década y menos cuando no hay consenso entre los partidos más grandes ni en cuanto a su diagnóstico ni en cuanto al plan de acción, los dos buscando más que nada cómo hacer daño al adversario.

La iniciativa del ministro Wert de regular los contenidos de las asignaturas que se impartan en los colegios puede ir por el buen camino, siempre que se haya estudiado bien el por qué y el cómo. El "por qué": ¿se adoctrina a los niños catalanes con interpretaciones inaceptables de la historia de España? El "cómo": ¿se van a imponer ahora interpretaciones que, aunque estén refrendadas por la doctrina, sean simplemente opinables? El gobierno español tiene que estar legítimamente preocupado si a sus ciudadanos se les enseña que no deben ser solidarios unos con otros y el nacionalismo es insolidaridad en estado puro. Sin embargo, la insolidaridad puede ser un derecho si lo que nos une es artificial. Por tanto, el contenido de las materias que forman un "sentir nacional" –sobre todo la historia, la lengua y la literatura- debe estar estudiado y cuidado al milímetro, imponiendo sólo aquello que sea verdad de cajón y dejando vía libre al profesor y a los padres para enseñar e interpretar el resto.

Por otro lado, de nada sirve tener un buen libro de texto si el maestro enseña lo que le sale de las narices, pero vigilar a los profesores es tarea imposible, además de que podríamos caer en horribles distopias orwellianas. Se me ocurre que la solución está en que permitamos de una vez lo que prevé nuestra Constitución: que los hijos reciban la educación que quieren sus padres, junto con unos contenidos mínimos exigidos por la necesidad de la convivencia. Esto pasaría por una mayor libertad para elegir y crear colegios pero claro, hemos pinchado en hueso porque el partido actualmente en la oposición no quiere ni oír hablar de favorecer a la enseñanza privada o concertada.

 

Mantengámonos a la espera. Veamos cómo se desarrollan los acontecimientos y cuáles son los intríngulis de la nueva ley de educación, que ya llevamos unas cuantas.

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