Menos móvil, pero más ¿de qué?

Sabemos que hay que retrasar el momento de dar el móvil al niño o que lo use en determinadas horas, pero eso no es suficiente para que los adolescentes superen la adicción

“Como con cualquier enfermedad, con el móvil lo mejor es la prevención. Y ahí todos los expertos son concluyentes: quien resiste gana”.

Muchos padres están temblando ante la perspectiva del verano. Y el problema no es solo qué hacer con los niños por las mañanas, cuando todavía hay que acudir a la oficina y quizá los abuelos no pueden echar una mano. Lo peor es cómo capear el temporal de la adicción al móvil y las tecnologías si se quedan solos en casa.

Quítale el smartphone al adolescente y verás cómo crecen las crisis familiares durante el periodo estival. O haz lo que se indica en Menos pantallas y más libros, que es cambiar el móvil por un libro, así, sin anestesia y puede que tus hijos no vuelvan a hablarte hasta septiembre.

No es que no estemos de acuerdo: hay un consenso casi unánime que sugiere tanto que los más jóvenes tienen un problema con el móvil como que quitarlo de golpe y porrazo puede no ser lo indicado. En las escuelas catalanas empezó un movimiento que retrasaba la edad en la que los padres condescendientes les daban el caramelito envenenado a los niños. La idea es buena porque cualquier padre sabe que, precisamente, en esto del móvil la presión ambiental es más fuerte, sin exagerar, que la provocada por las drogas.

No creo que sea alarmista pensar que, en efecto, hay problemas de adicción y obsesión con los dispositivos y la conectividad, aunque no se trata de una dolencia que afecte únicamente a los de menos edad. Además, si la tendencia continúa, lo que ahora, de pequeños, parece grave, puede transformarse, ya en la edad adulta, en algo gravísimo.

“Hay un consenso casi unánime que sugiere tanto que los más jóvenes tienen un problema con el móvil como que quitarlo de golpe y porrazo puede no ser lo indicado”

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Como padre, sin embargo, me he preguntado muchas veces por la alternativa. O sea, es verdad: los chicos no paran de hacer scroll o comunicarse, de ver o subir fotos, hasta que sus ojos quedan encendidos o ensangrentados y se acuestan como yonquis tras el último pinchazo. Pero hemos hecho tanta dejación que, en muchos casos, no hay actividades complementarias que ofrecerles. Es decir, menos móvil, pero a cambio, ¿qué?

A este respecto, los tecnófobos somos tan pesimistas que hemos fallado a la hora de proponer soluciones. Lo fácil sería robarles el iphone y dejar que el mono pasara, aguantando la ansiedad del desenganche. Pero la cosa no es tan sencilla: los adolescentes ya no saben pasar sus días más que atrapados o pendientes de la pantalla y, por tanto, si les hurtamos su fetiche posiblemente caigan en depresión.

Jeff Minick escribe sobre todo esto en un artículo más optimista publicado en Chronicle. Apunta varias cosas con inteligencia a fin de que el niño, cuando se vea sin el teléfono, no acuda a la azotea con ganas de precipitarse al vacío. Considera, en primer lugar, que es necesario que cambiemos el chip y convertir la vida familiar en un oasis de optimismo. La idea me ha dado bastante que pensar porque es cierto que a menudo el entorno parece tan nublado que retraerse y aislarse con el móvil puede ser el mejor modo de escapar. El pesimismo afecta mucho más de lo que pensamos a los jóvenes y nadie -visto lo visto- está exento de ser un altavoz ceniciento.

Yo mismo lo he visto en el patio de los colegios: los niños hablan de partidos políticos y de fobias y filias ideológicas como si estuvieran en la barra de un bar. Especialmente entre los conservadores, es fácil pensar que el futuro no es halagüeño, pero eso instila el veneno de la desesperanza entre quienes están abriéndose a una edad más crecida.

Como con cualquier enfermedad, con el móvil lo mejor es la prevención. Y ahí todos los expertos son concluyentes: quien resiste gana. A mí me maravillan y causan una admiración inusitada todos esos progenitores que se enfrentan a la presión y no ceden, evitando darles el móvil antes de los 16 años, tal y como se recomienda.

Sí, eso está claro. Lo mejor es ahorrarse los gruñidos, las malas caras y los portazos, pero ¿qué ocurre para todos los que hemos sido débiles y nos hemos abandonado a la tentación? Minick aconseja otra estrategia pensada: evitar todos los entretenimientos digitales. No sirve de mucho retrasar o quitar el smartphone si le dejamos horas y horas frente a otras pantallas o con los videojuegos; entre otras cosas, porque eso hará que más tarde su dependencia hacia el móvil aumente.

Proporcionemos, para evitar males mayores, otro ocio, más humano. “Ofrézcales los ingredientes principales que estimulan la imaginación infantil, como los juegos al aire libre, libros, rompecabezas o puzles, o juguetes como Lego”, explica en su artículo.

“No sirve de mucho retrasar o quitar el smartphone si le dejamos horas y horas frente a otras pantallas o con los videojuegos; entre otras cosas, porque eso hará que más tarde su dependencia hacia el móvil aumente”

Hace poco se ha publicado un informe en el que se revelaba un dato estremecedor: los más pequeños pasan cada vez menos tiempo al aire libre. No es momento de entrar en las causas -entre ellas, la transformación del espacio urbano-, ni de analizar todas las implicaciones, pero la obsesión por lo artificial y el descenso de la comunicación corporal puede estar detrás de muchos fenómenos preocupantes.

Minick da otros dos consejos que no deben perderse de vista, especialmente quienes ya hemos sucumbido a los antojos y dimos en un momento aciago el móvil al niño. Por un lado, proponerles ejemplos de vida interesantes y virtuosas, personajes a los que emular, más allá de influencers y VIPS. Y, en segundo término, encargarles tareas del hogar, de modo que se impliquen en el día a día de la casa y asuman pequeñas responsabilidades. Todo vale con tal de sacarles de su extensísima zona de confort digital.