División de poderes, checks and balances y libertad de prensa

La teoría de la división de poderes de Montesquieu, recogida en su libro «El Espíritu de las leyes», publicado en París en 1749   por la editorial Barillot & fils, es asumida por las sociedades occidentales desde el s. XVIII. Constituye, desde entonces, un presupuesto necesario para que las naciones se consideren civilizadas, democráticas, defensoras de la libertad personal, que fundamentan el Estado de derecho, dogmas, todos ellos, propios del   constitucionalismo liberal.

Poderes formales independientes, sin injerencia de uno sobre otro, para impedir una concentración de autoridad impeditiva del equilibrio entre ellos. La división implica restricciones, implica controles en el sistema de organización política, implica, en definitiva, un sistema de contrapesos que dé estabilidad al Estado. Como describe el prof.-catedrático Agudo Zamora, el sentido de esta separación no es otro que el de conservar un equilibrio entre los poderes del cual es pieza esencial la existencia de una Administración de Justicia plenamente independiente, así como de un proceso garantista de las más esenciales libertades.

Como antecedentes de la teoría de Montesquieu encontramos distintos autores de importancia filosófica y política. No debemos olvidar que el autor era un entusiasta de lo clásico y de la época romana en particular. Aristóteles, como apunta Vallet de Goytisolo, ya esbozó esa división. Distinguió entre la magistratura que constituía el poder ejecutivo y el poder deliberante que correspondía al poder legislativo.

Para mí, fue Polibio quien, en su libro VI de su obra «Historiae», describe el fundamento de lo que hoy conocemos como división de poderes de un modo bastante preciso. Se construye sobre la constitución romana del s. II a. C. y su diseño de poderes: los cónsules, poder ejecutivo, dependía del consentimiento del pueblo y la colaboración del Senado. Este, a su vez, debía consultar al pueblo y obedecer el veto que pudieran imponer los tribunos de la plebe (la potestas tribunicia). Y el pueblo, por último, dependía del Senado para todo tipo de actuación pública.

Esta división del poder es la razón, según defendió el autor griego, de la grandeza de Roma durante tanto tiempo. Un gobierno con poderes divididos para alcanzar un equilibrio que rompiera su teoría cíclica de gobierno o anaciclosis. En esta, la degeneración de las formas políticas puras como la monarquía, la aristocracia y la democracia se malograban correlativamente en tiranía, oligarquía, oclocracia y mafia. De este modo se crea un ciclo de poder continuo, integrado por etapas de prosperidad, pero también por etapas caóticas.

Cicerón propugnó una gobernación basada en la legalidad, en la aplicación de un derecho basado en la razón y en su fuerte determinación contra el poder despótico y la arbitrariedad. También George Lawson en 1657, siguiendo a Sadler logra diferenciar entre ejecutivo, legislativo y judicial, aunque incluye en el ejecutivo la función de ejecución de las sentencias.  Asimismo, Locke, en su obra «Two Teatrases of Government», publicada en 1689, expuso la conveniencia de la división de la autoridad. Para García de Enterría, el Estado de Locke se reduce a la ley y a los tribunales, por una parte, y a la coacción organizada por otra.

Montesquieu tuvo muy en cuenta la naturaleza humana y su inclinación hacia la dominación. Suya es la frase: «Un hombre no es desdichado a causa de la ambición, sino porque esta lo devora» que es consecuencia del axioma recogido en su obra «Del espíritu de las Leyes»: «Es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente inclinación a abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites». De este pensamiento   se deduce, a sensu contrario, que si no encuentra límites, su ambición no tendrá medida ni freno.

Este impulso subjetivo del hombre producirá, en la práctica, tiranía, definiéndola en su obra, como la concentración de los poderes estatales en una sola mano. Toda su tesis sobre la división de poderes persigue evitar escenarios de esta naturaleza. Los poderes ejecutivo, legislativo y judicial están separados, pero con la finalidad de controlarse mutuamente.

Montesquieu reprodujo este pensamiento con una frase que ha devenido en tópica, pero acertada en cuanto producto de la experiencia y de su constatación histórica: «Para que no se pueda abusar del poder es preciso que por una disposición natural de las cosas el poder frene al poder».

 

El diseño institucional que supone la división de poderes trata no solo de evitar su concentración, sino también de servir de límite para evitar la coacción política sobre las personas. La Constitución de EE. UU.  atribuyó una función más:   operar como control y equilibrio entre poderes (check and balance).

Hubo autores que cuestionaron la teoría. Turgot la rechazó en nombre de la soberanía nacional. Y posteriormente las constituciones francesas de 1789, 1792 y 1795 subordinó todos los poderes al legislativo.

La teoría se acogió con entusiasmo en las constituciones de nuevo cuño. Los programas de las primeras constituciones americanas, la Declaración de Virginia de 1776 en su parágrafo V; la Declaración de Massachusetts de 1780, parágrafo XXX; la Declaración de New Hampshire de 1783, parágrafo III y la Constitución de los Estados Unidos de 1787, afirman que los poderes legislativo y ejecutivo deben encontrarse separados y ser distintos del judicial.

John Adams, primer vicepresidente de los EE. UU., defensor del equilibrio entre poderes, dejó plasmada su idea en esta frase: «Debe oponerse el poder al poder, la fuerza a la fuerza, la fortaleza a la fortaleza, el interés al interés, así como la razón a la razón, la elocuencia a la elocuencia, la pasión a la pasión».

Adams, Madison, Jefferson, padres de la Constitución norteamericana, convinieron en una cuestión, el equilibrio del poder y no su división es lo que constituye un remedio para el despotismo. Sí, pero un equilibrio resultado de unos poderes revestidos de   autoridad porque no siempre los gobiernos actúan razonablemente.

La Revolución francesa, hoy cuestionada por una divergencia entre sus declaraciones programáticas y sus actos de exterminio, no garantizó esa división. Residenciaban en el Parlamento, es decir, en su Convención o Asamblea, todo el poder del Estado. No obstante, como razona Hanna Arendt, la división de poderes desempeñó un papel secundario en el pensamiento de los revolucionarios europeos.

Este juicio obedece a que en las constituciones aprobadas en fechas posteriores a la Revolución francesa si bien adoptaron el principio político de la división de poderes, degeneró  con el tiempo en una total complicidad, en lo que se ha denominado régimen parlamentario negativo en palabras de R. Fusilier. Puede observarse este fenómeno en la constitución Albertina italiana de 1848 y en la española de 1876, en donde se produce una acomodación práctica, utilitarista, de todos los poderes que se abstienen de efectuar sus cometidos de control.

La división de poderes se plasmó en las constituciones redactadas después de la I Guerra Mundial de 1918 en Europa, en países como Polonia, Checoslovaquia, Estonia, Letonia, Lituania…

 Tras la II Guerra Mundial, las naciones que quedaron bajo el bloque occidental adoptaron la teoría de Montesquieu, como puede verse en la Constitución italiana de 1948 o en la Ley Fundamental de Bonn en 1949.

En la URSS, aunque reconocieron la teoría, el Soviet Supremo designaba a los miembros de los otros dos poderes. Este criterio sobre el poder judicial fue el asumido por Lenin, a propuesta del   jurista soviético Piotr Ivanovich Stucka y supuso una justicia testimonial instrumentalizada por el partido.

En la actualidad todas las constituciones modernas recogen la separación de poderes como constitutiva del Estado de derecho, desde mi punto de vista, aquí radica su importancia y su vigencia necesaria.  El control y la supervisión de las funciones desarrolladas por los otros poderes se convierten en piezas esenciales para una plena democracia, y sin lugar a duda, contra mayor sea la independencia entre ellos, mejor será su función garantista.

II. Críticas a la división de poderes

Tocqueville fue de los primeros estudiosos que analizó la práctica de la división de poderes en la democracia. Constató un peligro que aún hoy se mantiene vigente: «bajo la sombra misma de la soberanía popular» podría llegar a establecerse un nuevo despotismo de los elegidos.  Apela el autor a una radicalización de la soberanía popular que terminase por hacer inservibles   las garantías del gobierno representativo.

Cánovas del Castillo, en sus Discursos, cita a ese despotismo de la cantidad, a esa soberanía popular radical, no sujeta a ninguna condición de capacidad y de inteligencia, ni de interés público, ni aun de interés personal.  Un gobierno así abocaría al más absoluto caos, pues su dirección estaría merced de las pasiones más que al progreso de las naciones para alcanzar el bien general. Un gobierno de esta naturaleza   ocasionaría, nos dice Tocqueville: despotismo, uniformismo, individualismo, centralización, mediocridad, arbitrariedad y servidumbre.

Con estos elementos es fácil deducir lo vano de una división de poderes para proteger una libertad que no es buscada por sus ciudadanos.  El peligro, la paradoja que podría derivarse, sería la instauración de un gobierno apoyado en la concentración de poderes, en donde la libertad sería suplantada por la igualdad.

Este fenómeno fue descrito por Guillermo de Humboldt cuando presenció los sucesos del 14 de julio en Francia y que le llevó a escribir que «el poder ejerce más tentación sobre el hombre que la libertad y le fascina más que el cuidado por conservar esa libertad y hasta su mismo disfrute».  Es decir, cuando el miedo al absolutismo desapareció, en el s. XVIII, en Francia, el hombre dejó de ansiar la libertad, su esfera de privacidad, y pasó a ansiar el poder que tanto denostó y criticó.

Sobre este escenario, la división de poderes sería una institución política testimonial, vacía de contenido y de funciones. Y sin un control efectivo sobre el poder, nada impediría el advenimiento de aquella tiranía descrita por Hanna Arendt cuando apareciese un gobierno que se permitiese no dar cuenta de sí mismo a nadie rechazando cualquier responsabilidad de sus actos. Un poder que podría calificarse de furtivo, esencialmente tenebroso, porque operaría amparado en las sombras.

Algunos autores han reproducido la crítica de Kelsen hacia la teoría de Montesquieu   que la consideran infructuosa para proteger las libertades de las personas. El error se debe a la supremacía reconocida al parlamento como expresión de la voluntad popular y garante de sus derechos, ante el supuesto que adoptara disposiciones contra natura de la propia constitución.

La solución   sería reclamar la intervención de un Tribunal Constitucional sujeto a la forma y espíritu de la Constitución, aunque esta opción era extraña a Montesquieu en el s. XVIII.

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