Arbitrajes

Una vez más, una semana más, una jornada más, un árbitro protagoniza todos los titulares de la liga en primera división. A fuerza de repetirse, apenas es noticia que un árbitro arme escándalo en cualquier partido y en cualquier campo de nuestra geografía balompédica.

El pasado domingo un árbitro escamoteó dos penaltis de esos que se llaman ‘de libro’ al Club Atlético Osasuna favoreciendo, descaradamente, al Real Madrid. Con independencia de la influencia que esos dos hipotéticos tantos de Osasuna hubieran tenido en el resultado, lo cierto es que el error puede calificarse de gravísimo. Para colmo, el árbitro amonestó en las dos jugadas al futbolista objeto de las faltas y, finalmente, lo expulso.

Lo de menos es el nombre del árbitro. Un árbitro español de primera división. Todos son igual de incompetentes, de prepotentes, de provocadores y exhiben su chulería en todos y cada uno de los partidos.

El de marras, cuentan que hasta se permitió decirle al jugador que aprendiera a tirarse. Y cuentan también que iba a arbitrar uno de los partidos de la próxima jornada copera y las autoridades arbitrales han decidido quitarle de en medio.

Ahora que tan a mano tienen los aficionados la liga inglesa, no estaría de más que los árbitros españoles tomaran nota de la forma de arbitrar de sus colegas británicos. Lo de colegas es una forma de hablar que nada tiene que ver con la realidad.

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Pocos estamentos hay, no ya en el fútbol sino en cualquier otra actividad de nuestra sociedad, en los que un colectivo esté tan protegido. Una simple crítica o una objeción expuesta de forma educada y con los mejores modos, conlleva inmediatamente, en el campo o a posteriori en los despachos, una sanción.

Los árbitros se saben intocables. Son intocables. Pueden con gestos estentóreos dirigirse a un jugador, abroncar a un técnico o expulsar de un banquillo al utillero, pero ¡ay! del profesional al que se le ocurra hacer un mínimo gesto de desaprobación ante una decisión arbitral.

El reglamento sanciona de la misma forma y con la misma gravedad una agresión a un contrario que un gesto a un árbitro por comedido que sea. Quien propine una patada a un adversario puede hasta no ser sancionado, pero si el mismo jugador osa decirle al árbitro que se ha equivocado, será expulsado inmediatamente.

La autoridad de un árbitro no está en el bolsillo en el que guardan las tarjetas, como cada fin de semana demuestran los británicos. La autoridad está en la competencia profesional, en la equidad y en ver, simplemente, lo que ve todo el mundo.

Además de estar superprotegidos, son la única profesión –profesionales son, puesto que ganan sus buenos euros- en la que los errores se reputan normales. Los árbitros son humanos y se equivocan como cualquiera, pero para lo que no parecen ser como los demás humanos ni son ‘cualquiera’ es a la hora de las consecuencias de sus equivocaciones.

Posiblemente tengan demasiadas ocupaciones dentro de una cancha de fútbol. Por ejemplo, tienen que vigilar que nadie en los banquillos les mire mal, que ningún futbolista desapruebe sus decisiones o que ni un solo directivo declare no estar de acuerdo con sus arbitrajes.

Hasta tienen que estar atentos –dicen las crónicas que el héroe del Bernabéu del pasado domingo mientras escamoteaba penaltis lo estuvo- a los gritos de los espectadores para después reflejarlo en el acta.

Y escuchar gritos ‘ultras’ despista mucho.