Padres e hijos

Sin lugar a dudas una de las tareas más importantes y más difíciles que tiene la sociedad actual, es la educación de la infancia y de la juventud y esa tarea, en una medida importantísima, corresponde a los padres.

Tarea importante por cuanto la entera sociedad del futuro depende de qué sean, qué hagan y de cómo se formen nuestros niños y nuestros jóvenes de hoy. Tarea difícil porque ni la sociedad en su conjunto, ni los poderes públicos ayudan a los protagonistas de esa educación que son, por encima de cualquier otra consideración, los padres y los maestros.

Se ha puesto el énfasis –con toda razón- en el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos, pero quizás se han olvidado otros derechos que, con igual importancia para una formación integral, también corresponden a los padres.

No todas las facetas de la formación de la persona están enmarcadas en aspectos académicos de aprendizaje de conocimientos o de contenidos puramente culturales. La formación humana, las enseñanzas de convivencia y de respeto a los otros, las virtudes cívicas y hasta los comportamientos afines a la urbanidad, forman parte de esa formación y no solamente han de ser patrimonio de la familia, sino que la colectividad tiene la obligación de propiciar esa tarea.

Y el legislador debe hacer todo lo posible por contribuir a esa formación dotando a padres y educadores de los instrumentos necesarios sin coartar, dentro de los límites racionales, la libertad para que puedan ejercer su responsabilidad.

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Con demasiada –y no deseada- frecuencia saltan a la actualidad sentencias e incluso peticiones del ministerio fiscal que, aparte de desconocer el más elemental sentido común, impiden el ejercicio de la autoridad inherente a la función de padres y educadores.

Nuestro tiempo y, en general, nuestros niños y jóvenes, no se caracteriza por un amor desmesurado a la autoridad, al orden y a la disciplina ya sea en el seno familiar o en el ámbito de la educación académica.

Cuando un profesor no puede imponer un castigo, cuando unos padres no pueden prohibir el uso del móvil a un hijo de 15 años o establecer unos horarios de diversión a un joven de 13 o unas conductas determinadas en el ámbito familiar sin correr el riesgo de una denuncia, es que algo muy grave está sucediendo y muestra los déficits de una legislación permisiva, de conductas inadecuadas y de carencias colectivas.

Por supuesto que las acciones que suponen vejaciones, malos tratos físicos, castigos sicológicos, humillaciones públicas etc. etc. no merecen la más mínima indulgencia y es, sobre esas conductas, en las que tiene que recaer sin ningún tipo de paliativos todo el peso de la ley y la más severa de las condenas.

Pero la autoridad de quienes tienen la responsabilidad de educar y formar no puede verse coaccionada ni por leyes desproporcionadas ni por sentencias -o peticiones de condenas- aberrantes.