¿Hay alguien más por ahí?

Si la extrema izquierda española, si el comunismo más o menos descafeinado, si el chavismo no descafeinado y si el futuro de nuestra vida parlamentaria pasa por los escaños que ocupan los congéneres de Pablo Iglesias y por lo que se ha visto y escuchado en la moción de censura -parafraseando el chiste del montañero colgado de una rama, con el abismo a sus pies- hay que preguntarse si hay alguien más por ahí.

Ni siquiera se puede hablar de demagogia porque la demagogia, con toda su carga negativa, tiene unas reglas, unas fórmulas y unas maneras mucho más elevadas que el discurso de Pablo Iglesias.

Trucos muy vistos. Desde la indumentaria, hasta el tono fingidamente sosegado y pacífico, pasando por las pausas estudiadas o las muletillas repetidas, todo era mercancía deteriorada y caducada.

Mención aparte merece el alarde de vejiga impertérrita. Horas y horas sin posibilidad de desagües, dicen mucho del control de esfínteres de quien, además, cada diez segundos (nervios e inseguridad patentes) recurría al buchito de agua que, como señal convenida, provocaba el aplauso automáticamente de los compañeros. Y hasta el cambio de ‘tic’ fue visible cuando, en la segunda intervención, Iglesias ocupó su mano derecha con un bolígrafo, como truco para no caer una y otra vez en la monotonía sedienta del recurso al vaso.

Tampoco se puede decir que Iglesias haya tocado fondo porque, hasta el momento, se ignora dónde está ese fondo. El fondo de las horas y horas que Podemos nos tuvo torrados, aún lo andan buscando los analistas.

Un discurso que como lección de historia fue penoso, entre otras razones, porque quienes recurren a la historia lo primero que tienen que hacer es respetar la verdad.

Un discurso que como análisis sociológico resulto malo de solemnidad, por cuanto la sociología exige un conocimiento exhaustivo de la realidad en la que el sociólogo está inmerso.

Un discurso que como pieza política no resiste ni siquiera una ojeada superflua, si por política se entiende el arte de gestionar la cosa pública en base a unos planteamientos ideológicos.

Un discurso que tampoco sirvió como plataforma de lanzamiento de quien por mediocre, falto de ideas y hasta de bagaje como gestor de su propia formación, quedó con las vergüenzas públicas al aire.

 

Aunque se dé por sentado que la especialidad de Iglesias son los espectáculos, el que ofreció en la moción de censura hace pensar que o se recicla o eso de la especialización es una pompa de jabón más de las que rodean a este sujeto.

Pero hay que reconocer a Iglesias un logro: Iglesias consiguió crispar el hemiciclo. Consiguió convertirlo en una bronca tertulia de las que se dan diariamente en sus cadenas de cabecera. Consiguió un ambiente de enfrentamiento como no lo había desde los años treinta.

Lo que ocurre es que esa crispación -en la que tan a gusto se encuentra por más que la camufle en tonos melifluos, en cariños y en emociones, en respetos y en democracias mal entendidas- ha sido precisamente el mayor elemento de descrédito para el propio Iglesias.

Y además pocos le van a perdonar las casi seis horas de discurso que nos endilgó junto con Irene Montero.

Y es que seis horas de discurso, dadas las circunstancias personales, pueden hacerse, pero se hacen en casa de uno.

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