Por la boca… El graciosillo

Todos nos hemos topado alguna vez con algún conocido que va de graciosillo por la vida. Los hay en la familia, en el trabajo o en la vecindad. Normalmente no tienen ninguna gracia y hay casos en los que más bien son groseros, zafios y estomagantes. Y hay que aguantarlos por aquello de la proximidad o el parentesco. Pero cuando el graciosillo, zafio, grosero y estomagante es un personaje público, famoso, al que incluso le piden autógrafos en sus tránsitos en aeropuertos, estaciones de ferrocarril o en sus entradas o salidas del autocar de su empresa, la cosa cambia y se convierte en algo que convendría atajar, porque el graciosillo suele ir a más.

El graciosillo está muy convencido de lo que hace y de lo que dice. Hasta donde le dan de sí sus luces, dice que él es así, que es su forma de ser y que no va a cambiar y se siente satisfecho de lo coherente que es; coherencia que no se ve a la hora de lucir distintivos varios que le proporcionan pingües beneficios.

El graciosillo siempre está al borde de pasarse y, de hecho, se pasa en cuanto abre la boca, escribe en el móvil o ve un micrófono cercano y, como siempre tiene algún coro cerca, acaba traspasando la raya que, una persona que vive del público y que, en cierta manera, representa a una entidad seria y solvente, nunca debería traspasar.

Y es entonces cuando esa entidad seria y solvente debe de llamar al orden al graciosillo y frenar sus delirios, porque es inadmisible que el graciosillo insulte a compañeros de profesión y a integrantes de otras entidades, al menos, tan serias y solventes como la suya. Porque ni las adhesiones, ni las pertenencias, ni las inclinaciones, por muy legítimas que sean, pueden ser motivo para el insulto al colega.

Además, en pleno siglo XXI, cuando la neurología ha avanzado tanto y tanto se investiga, hay ciertas situaciones personales que, detectadas a tiempo, pueden –sino solventarse completamente- al menos, paliarse.

 
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