A los políticos, les exigimos demasiado

El Ayuntamiento de Madrid, organiza una especie de cursos acelerados para que los ediles, recientemente elegidos, aprendan el funcionamiento del Consistorio y se enteren, más o menos, de por dónde va la cosa. Todo un fiasco porque uno pensaba que -cinismos de Tierno Galván aparte- ya venían aprendidos de casa.

Ahora que se avecinan tantas elecciones, no estaría de más que los españoles nos paráramos a reflexionar sobre la consideración que tenemos a los políticos y si no estaremos sobrevalorando su figura. Al fin y al cabo son humanos como nosotros y quizás estemos esperando demasiado de ellos. Después vienen las decepciones.

Un político es un ciudadano normal y corriente con nuestras virtudes y con nuestros defectos que, en el mejor de los casos, hace lo que puede y poco más. Y puede lo que puede. Pero tenemos por ellos una reverencia especial unas deferencias excesivas y hasta un temor que escapa a toda lógica porque, en el mejor de los casos, son más o menos, como todos.

Posiblemente el coche oficial, los escoltas, los despachos grandes y alfombrados, las dificultades para acceder a ellos, fuera de mítines electorales, y los corifeos que rodean al líder, sean elementos que contribuyan a esa caída de baba que no parece muy racional.

Sus curriculums son más bien normales tirando a escasos y cuando alguno tiene una oposición o es funcionario, nos admiramos como no ocurriera con otros españoles. Si se quitan la corbata decimos embobados que son muy cercanos y si se toman una caña en la barra de un bar, casi entramos en trance.

Los políticos tienen el poder que nosotros hemos delegado, ni un ápice más; son igual de bajitos o de rubios que nosotros y, a veces –demasiadas veces- se van de camino por eso de la corrupción, como otros ciudadanos, con la diferencia de que el político corrupto lo es con nuestros dineros.

Otra diferencia se produce si el ciudadano normal mete la pata. Si ocurre, suele hacerlo en su propio corral mientras que el político siempre se equivoca en corral ajeno. Son escuchados como el oráculo de Delfos y cuanto dicen y hacen, se convierte, para muchos, en dogma de fe.

Por eso, además de sopesar el voto, tendríamos que valorar al político, no exigirle como a un superhombre y contemplarlo, simplemente, como una necesidad inherente a la partitocracia que vivimos.

Huiríamos así del político instalado, de la mal llamada clase política y nos ahorraríamos disgustos y hasta dinero.

 
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