Cámaras ocultas, en mi nombre no

La Sala Primera del Tribunal Constitucional acaba de declarar, por vez primera, “ilegítimo” el uso de cámaras ocultas en el ámbito periodístico. Ha asegurado que la utilización de estos medios de grabación está constitucionalmente prohibida al margen de la relevancia pública del objeto de investigación. Yo, me alegro mucho.

Lo he explicado alguna vez. Creo que las grabaciones mediante engaño son gravemente perniciosas para una sociedad sana. Intentaré argumentarlo.

Recuerdo que hace cuatro años se montó un encendido debate en Holanda (véalo aquí), cuando una televisión nacional emitió la declaración de un joven, grabado sin que se percatara de ello, en la que reconocía que en 2005 había lanzado al mar el cuerpo de una joven norteamericana que sostenía desfallecida en sus brazos.

La justicia local, que había cerrado el caso por falta de pruebas, dio marcha atrás tras conocer el material obtenido por este periodista de Sucesos y reabrió el sumario. Hasta siete millones de telespectadores asistieron interesados a la revelación.

Presentadas así las cosas, muy pocos se atreverían a objetarle nada a la cámara oculta. Se obtienen grandes beneficios para la comunidad, ¿no? Pues no. Menuda trampa. A mí me parece todo lo contrario: que es un sistema tremendamente dañino para la sociedad. Por dos motivos.

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Primero. Aquí también vale la conocida sentencia que sostiene que “el fin no justifica los medios”. Ni está justificada la creación de clones humanos (serían personas en cualquier caso) como medio para curar enfermedades graves; ni es lícito crear un GAL que acabe con una lacra social llamada ETA asesinando a pistoleros; ni está bien utilizar la cámara oculta para obtener confesiones, denunciar amaños, chanchullos o abusos.

Segundo. Lo que aquí está en juego es algo vital para la supervivencia de cualquier sociedad: la confianza. Por eso, la mentira es una de las peores lacras de un pueblo, de una comunidad. Allí donde abunda el engaño no es posible la convivencia. Empezando por las instituciones, el Gobierno o la Administración de un Estado, uno exige veracidad en cada uno de sus actos, porque con la falsedad o la mentira se daña un bien del otro. Pero también se le exige al vecino, al socio, al empresario. Las personas tienen derecho a que no se las estafe, tienen que poder fiarse, tienen derecho a la sociedad. Lo contrario es el regreso a la vida salvaje.

Por eso yo creo que mentir, actuar con trapisondas o quebrar la confianza del ciudadano con intención de obtener lo que sea es siempre una injusticia. Algo que todos terminaremos pagando.

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