Polonia sufre la unilateralidad ideológica de Bruselas

Visto desde fuera, y sin comulgar en modo alguno con los planteamientos del gobierno de Beata Szydło, resulta desmedido el enfrentamiento comunitario, sobre todo, si se tiene en cuenta su cohonestación de medidas jurídicas semejantes dictadas por otro tipo de partidos europeos. No es difícil pensar en una ideologización injusta de lo políticamente impuesto, que trata de difundirse contra viento y marea en las instituciones de Europa, y que poco va a contribuir a resolver la crisis de la Unión.

Se ha llegado a calificar al ministro de justicia, Zbigniew Ziobro, como “agente provocador del gobierno polaco” (Le Monde, 16 de enero). Su gran delito, más allá de un autoritarismo global, es el control del trabajo de los fiscales. No es deseable, desde luego, pero no está de más recordar que, justamente el Estado francés recibió una sentencia desfavorable del Tribunal Europeo de derechos humanos, por la falta de independencia de la fiscalía, a la que se atribuía la instrucción de casos penales. Más autonomía reciben en España, pero dentro de principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica, establecidos por la Constitución vigente.

Ciertamente, la proposición de ley incluye medidas que concederían un poder omnímodo al gobierno en materia de ceses y nombramientos, cosa que no sucede en otros países. Pero en Polonia se inscriben dentro de la lucha contra la corrupción, en cierta medida heredada del sistema comunista. El ministro de justicia declaró públicamente en diciembre que removerá a todos los fiscales que no quieran luchar de veras contra la criminalidad, y toleren los affaires relacionados con las administraciones públicas.

Otra causa de la actual borrasca se refiere al Tribunal Constitucional, donde ha confluido la rabia de la anterior coalición gobernante, Plataforma Cívica, con la astucia del nuevo presidente de la república. Ante la necesaria renovación del mandato de cinco de los quince jueces, no esperaron a la constitución del nuevo Parlamento, previendo que no tendrían mayoría; nombraron antes a juristas próximos, capaces de revisar futuras leyes en temas de entidad. Pero el presidente Duda no les tomó juramento, basándose también en una designación ilegal precedente. Los cinco fueron sustituidos definitivamente por el nuevo Parlamento.

Algo semejante puede suceder en asuntos relacionados con la opinión pública. A mi juicio, se trata de una incoherencia política común a la mayor parte de los países europeos: si el ordenamiento jurídico confiere a la televisión la naturaleza de servicio público, no hay argumentos contundentes para oponerse al control estatal, también porque el erario financia los déficits. La definición lleva al colmo del espectáculo de administraciones públicas decidiendo la “concesión” –típico concepto del servicio público de licencias para las televisiones privadas. No es necesario recordar los múltiples casos producidos en España con cadenas de televisión y de radio, sin que Bruselas haya tomado cartas en el asunto. O la experiencia –reiterada ahora en Varsovia de que, a pesar del intervencionismo oficial, sigue prevaleciendo un status quo favorable a los nombrados antes con otras ideas de fondo.

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Tal vez, todo quede en humo de pajas, como las diversas iniciativas de opinión contra el líder húngaro Viktor Orban. También porque este tipo de injerencia exterior suele consolidar a los gobernantes locales mientras gozan de popularidad. Pero cuesta entender la motivación profunda de Bruselas, más aún cuando intenta relanzar las conversaciones con Turquía, en un momento de máximo autoritarismo de Recep Tayyip Erdogan: acaba de hacer detener a una veintena de profesores universitarios por “propaganda terrorista”, por haber firmado con cientos de académicos –también de otros países una declaración contra la masacre de kurdos en el sudeste del país. Sin duda, la amenaza contra la libertad de expresión en Turquía no deja de crecer. Pero Bruselas prefiere poner a Varsovia como cabeza de turco.