La amalgama entre tradición, populismos y extremos

Policía antidisturbios en Whitehall (Londres). Una multitud se enfrentó a agentes de policía y lanzó proyectiles en Westminster mientras los manifestantes se volvían violentos tras la muerte de tres niñas en un ataque con cuchillo en Southport. Foto: Europa Press / Vuk Valcic
Policía antidisturbios en Whitehall (Londres). Foto: Europa Press / Vuk Valcic

Mi memoria ha idealizado una lectura infantil sobre los disturbios sucedidos en Tesalónica a finales del siglo IV. Las turbas asesinaron al representante imperial, y Teodosio, cuando recibió la noticia en Milán, ordenó a sus tropas castigar a los habitantes de la ciudad como culpables del crimen. Los soldados dieron muerte a miles de ciudadanos reunidos en el circo. El obispo de Milán, san Ambrosio, culpó al emperador cristiano y, de acuerdo con la praxis de la época, le exigió varios meses de penitencia pública antes de volver a admitirle a la Eucaristía.

No recuerdo la causa real de esos tumultos, ni quién prendió la mecha, a diferencia de otra antigua revuelta popular narrada por san Lucas: la de los plateros -devotos de la diosa Diana en Éfeso- contra Saulo y los cristianos, que ponían en peligro tradiciones y negocios seculares.

El fenómeno del linchamiento es antiguo. La novedad radica quizá en la rapidez con que se difunde hoy gracias a la inmediatez de los medios de información. Prevalecen los titulares atractivos sobre los contenidos. Se ofrecen soluciones “¡ya!” para problemas complejos que llevan más tiempo de lo deseable. Hay no poco mesianismo en las ofertas populistas de la izquierda y la derecha, ésta por cierto más activa últimamente. Y el rechazo se transforma con facilidad en la creación de un chivo expiatorio.

Desde el punto de vista de la comunicación, resulta quizá paradigmático el modo de informar sobre las recientes revueltas británicas en el contexto de un exceso de presencia pública de culturas inmigrantes. No hay un debate serio sobre el multiculturalismo ni la integración social. Y se olvida por completo la chispa que encendió la mecha: un loco asesinato de tres jóvenes muchachas en Southport (noroeste de Inglaterra). Al final, la culpa se traslada a los matones que encienden la reacción contra una situación que no está encauzada socialmente ni mucho menos. Son los responsables del odio más o menos xenófobo, que difumina la realidad de crímenes irracionales.

Se habla de batallas culturales. Pero se trata más bien de una guerra de comunicación. Y ojalá que no se convierta en la acción psicológica que precede y acompaña a la estrategia bélica, según recuerdo vagamente de las clases de táctica militar en el campamento de la IPS en Montelarreina al comienzo de los sesenta.

Forzoso es reconocer que el absoluto islamista va por delante. Hemos visto arder los campus americanos en defensa de Hamas, que no había ahorrado violaciones en su acción contra Israel, según ONG que suelen considerarse fidedignas. Al mismo tiempo, Irán sigue atizando los conflictos de oriente medio, mientras en el interior prosigue una represión brutal que llega hasta algo históricamente inédito: la condena a muerte de una mujer (activista de un feminismo pacífico, sorprendentemente no apoyado por sus congéneres de occidente).

No hay populismo que no recurra a la restauración de valores sociales que habrían sido destruidos por el dominio de sus contrarios, indiferentes –si no activos- ante la decadencia moral. Se produce una amalgama de referencias que a veces incluyen contenidos religiosos básicos. La apelación a la fe teológica es típica de la órbita musulmana, donde llega a la sharia. A sensu contrario, justifica el miedo al islam, que destruye la libertad ciudadana, la gran innovación cristiana que da a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. 

Por eso, a título de ejemplo, tiene poco recorrido hablar de religión en la actual carrera hacia la presidencia en Estados Unidos, por mucho que se empeñen algunos. La política favorable al control de la natalidad y al aborto protagonizada por la administración Biden en términos opuestos a los de Trump, ha acentuado la libertad electoral de los creyentes, según reflejan los continuos sondeos de opinión. Además, la evolución del partido demócrata muestra que no moviliza ya a las clases populares, que siguen esperando el cumplimiento de clásicos objetivos sociales, distintos de los objetivos “de sociedad”.

Algo semejante se puede deducir del ascenso de la extrema derecha francesa, que tiene un perfil más bien bajo en materias “de sociedad”, como aborto o LGBT. Para Marien Le Pen, salvo error por mi parte, es mucho más importante la peculiar laicidad francesa que una nostálgica identidad cristiana. Sin olvidar que la libertad es signo esencial de los discípulos de Cristo: la evangelización es un valor, con fines y medios propios, que incluye el pluralismo ante la configuración política de la sociedad: permite valorar positivamente la emigración y rechazar absolutismos religiosos como los islamistas.

 
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