La búsqueda de la paz para Colombia

Muchos años después he tenido ocasión de comprobarlo a través del conocimiento de Nicolás Gómez Dávila, gracias al reciente e importante libro de José Miguel Serrano Ruiz-Calderón, para mí compañero de andanzas por la sierra madrileña antes que profesor de filosofía del derecho.

Escribo estas líneas cuando se reanudan en La Habana las conversaciones que intentan devolver la paz a ese gran país americano. No sé si he sido justo, pero muchas veces le he aplicado el viejo adagio corruptio optimi pessima. Quizá Colombia no habría sufrido tanto de no ser por la crisis eclesiástica cuyo gran exponente fue el tristemente famoso cura guerrillero Camilo Torres, una especie de apóstata del sacerdocio católico hacia el mesianismo de un Ché Guevara. Seguramente su intención personal fue recta, en la lucha contra la desigualdad y por la justicia. Y se habrán ganado el cielo. Pero desataron fuerzas que, lejos de liberar a sus pueblos, han resultado demasiado dañinas.

Con los años, el problema se complicó con la perniciosa influencia del narcotráfico. Pocos pudieron imaginar que la religión, injustamente imputada como opio del pueblo, fuese sustituida por una desbordante eclosión del consumo de los estupefacientes. La nueva Granada se convertiría en el gran proveedor de cocaína para Estados Unidos y Europa, con las tragedias conexas a esa explotación, ahora más graves aún en México.

Mucho tiempo tendría que pasar hasta que comenzase un previsible proceso de paz, que incluiría la desaparición de las guerrillas configuradas en torno a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, dio un paso importante el pasado mes de marzo al anunciar la suspensión temporal de bombardeos a campamentos de esa guerrilla y, a la vez, la intensificación de las operaciones militares contra el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Parecía una muestra de confianza en el diálogo iniciado en noviembre de 2012.

Por eso, causó cierto estupor la noticia de que Bogotá decidía un mes después reanudar esos ataques aéreos contra las FARC, aun justificados como respuesta a un ataque de la guerrilla en el que murieron diez soldados, una de las acciones más mortíferas desde la apertura de las negociaciones. El presidente Santos lo valoró como “un ataque deliberado, no fortuito” y, por tanto, como una “clara ruptura” del alto el fuego instaurado por los rebeldes marxistas en diciembre. Por su parte, los dirigentes de las FARC responsabilizaban a las autoridades de Colombia, por “la incoherencia del gobierno que ordena las operaciones militares contra una guerrilla en una tregua".

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En realidad, como es sabido, dentro del esfuerzo para contentar a quienes se oponen a las negociaciones –liderados por el ex presidente Uribe , Santos ha excluido siempre un armisticio mientras no se llegue a un acuerdo de paz definitivo. Su entorno excluyó como poco probable en ese momento una ruptura de conversaciones. Pero los hechos eran graves, aunque Jorge Restrepo, director del Cerac, centro de estudios especializado en el conflicto colombiano, declaró que la acción de las FARC podía "servir para acelerar la negociación de un alto el fuego definitivo en La Habana".

El tiempo parece haberles dado la razón. Como señalaba el diario El País, “hay que celebrar que el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, haya enviado a la negociación a su ministra de Exteriores, María Ángela Holguín, y a un destacado empresario, Gonzalo Restrepo, como prueba de la prioridad que concede al asunto”. Pero subsisten importantes diferencias respecto de la condiciones concretas del posible armisticio, tan deseable para quienes hemos conocido tiempos prósperos y pacíficos en Colombia.