Los cristianos, víctimas olvidadas en los conflictos de Oriente Medio

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden.

         Siento que las noticias que han llegado de la convención demócrata en Chicago y de las reacciones del campo republicano, apenas haya referencias a los grandes conflictos que destruyen la paz mundial. El repliegue de ambos campos sobre la política interior no es nada halagüeño.

         Durante el mandato de Joe Biden, en la estela de Donald Trump, Estados Unidos abandonó al pueblo afgano, dejándolo en manos de la dictadura de los talibanes, especialmente regresiva respecto de los derechos de la mujer. En la actual convención, tras la emocional despedida del presidente, Tim Walz aceptó su designación como candidato a la vicepresidencia. Dentro de la gran operación mediática del evento, el gobernador de Minnesota ha proyectado una imagen de hombre corriente, celoso del bien de las clases medias y centrado en la defensa de la libertad amenazada por Trump.

         En la convención, los padres de un rehén israelí-estadounidense se dirigieron a la audiencia, pero los organizadores rechazaron una solicitud de los delegados pro-palestinos para presentar a la asamblea su propia perspectiva.

No han tenido oportunidad de intervenir en la convención. Como suele suceder en las operaciones mediáticas, se olvida el pasado y el presente, para centrarse en el futuro. El objetivo de Kamala Harris sería un genérico acuerdo que garantice la seguridad de Israel, la liberación de los rehenes y ponga fin al “sufrimiento en Gaza”.

         A mi juicio, además del problema en sí –la libertad del pueblo palestino, negada por Hamas y por el gobierno de Israel-, Estados Unidos no debería olvidar la causa de los cristianos de Tierra Santa: son fundamentalmente ciudadanos de Palestina, y de hecho grandes víctimas del conflicto, como sucede en general en las contiendas de Oriente Medio.

         La conflictividad de los últimos tiempos se ha saldado con un incremento exponencial de la emigración de los cristianos, que han debido abandonar la tierra de sus ancestros para salvar su vida y la dignidad humana. Al lado de esa desbandada difícilmente contenible, poco significa el número de cristianos de diversos orígenes que han ido a trabajar a Israel. Nada comparable tampoco con la abundante mano de obra que llega a los países del Golfo desde Filipinas o de otras naciones del extremo oriente.

         Los cristianos de Palestina –como los de otros países de Asia- vivieron pacíficamente dentro de una relativa tolerancia. En cierto modo, todo cambió en 1948: desde entonces comenzaron a sufrir los mismos traumas que los demás habitantes de la zona. En las represalias del ejercito israelí contra Hamas, en los combates en Gaza y en la frontera del Líbano, no ha dejado de crecer la destrucción de edificios y el número de muertos y heridos, también muchos cristianos. Entre dos bandos que se odian a muerte, quedan diluidos los discípulos de Cristo, que sólo se distinguen por ser los únicos que enarbolan la bandera del perdón y saben separar religión y política.

         Como señalaba en 2023 el cardenal Pizzaballa, patriarca latino de Jerusalén, “entre las tres religiones abrahámicas, los cristianos somos los únicos que no nos identificamos con un solo grupo étnico”. Pero la situación se ha hecho insostenible: desde el 7 de octubre, nunca ha sido tan radical la incapacidad de reconocer al otro, hasta el punto de que resulta incomprensible en estos momentos una actitud de perdón. A juicio del patriarca, en su reciente intervención en el Meeting de Rímini, la comunidad cristiana deberá esperar, aunque es el único camino para superar el actual rechazo; la guerra terminará, no sabemos cómo, pero será luego agotador disipar la desconfianza y el profundo desprecio del otro.

         Gabriel Romanelli, párroco de la Franja, describió en Aceprensa las dimensiones del conflicto, con víctimas diarias a causa de los bombardeos y de la falta de recursos para curar a los heridos y enfermos. Quiso siempre que el único complejo parroquial de la ciudad fuese un oasis de paz, pero se ha convertido en campo de refugiados y en hospital, también para musulmanes, como los niños atendidos por las hermanas de la Madre Teresa. Sobreviven como pueden, a pesar de que el ejército israelí disparó contra las placas solares y bombardeó los depósitos de agua. Antes, decenas de ortodoxos habían muerto como consecuencia de las bombas contra la iglesia de san Porfirio, o de la acción de francotiradores israelíes. Pero los cristianos no pierden la fe en un Dios paterno que no ama el mal y, si lo permite, es porque “algún misterioso bien debe de haber”.

 

         Hace unas semanas, Mons. Pascal Gollnisch, director de L’Œuvre d’Orient, una institución francesa de ayuda a los cristianos de Tierra Santa desde 1856, recordaba la necesidad de apoyar sus lugares de oración y recuerdo, sus lugares de acogida y encuentro, sus escuelas y hospitales. Les ayudaríamos así –en línea con las directrices del patriarca de Jerusalén- a ser artífices de paz en un lugar donde el odio aparece como triunfante, a ser un faro de esperanza para los desalentados, un consuelo para los afligidos, y a vivir las bienaventuranzas en medio de dos pueblos que sufren a diario, atenazados por el miedo.

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