Tras las elecciones, se mantiene la esperanza de reconstruir la Unión Europea

Bandera de la Unión Europea

Los resultados de las elecciones son a la vez decepcionantes y estimulantes. Desde anoche comenzó el proceso de interpretación de los datos que, en primer lugar, se refieren a la participación. Muchos observadores, tras el desastre de 2019, se preguntaban por la abstención, que significaría en cierto modo un rechazo de la configuración actual del parlamento europeo. 

Los diputados salientes se habían despedido con recomendaciones que apuntaban hacia una reforma de la carta de derechos de la Unión. Tras la noche electoral, más bien parece que sería preciso redefinir las competencias y reglamentos de los órganos institucionales, para que sean de verdad reflejo democrático de los intereses prevalentes de los ciudadanos respecto del bien común europeo. A pesar del notorio esfuerzo oficial por suscitar la participación, sólo supera hoy en unas décimas a la abstención: prácticamente la mitad de los europeos no confían en sus representantes en Estrasburgo.

No es fácil calibrar el avance conseguido por la extrema derecha, ni el declive de la extrema izquierda. Se discute si es una tendencia de futuro o sólo coyuntural. Desde luego, la decadencia de los partidos de la extrema izquierda y de los verdes, denotaría un rechazo desde la aspiración mayoritaria de lograr consensos duraderos. 

Más difícil parece valorar el avance de la extrema derecha, entre otras razones, porque existen diferencias decisivas entre sus líderes, tanto como consecuencia de la situación de cada país, como por sus fundamentos ideológicos. De hecho, hasta ahora se han distribuido en distintos grupos parlamentarios. Pero, a mi entender, la dura descalificación por los dos grandes grupos dominantes y por un número muy significativo de medios de comunicación, puede haber provocado una reacción de ciudadanos que desean escuchar con más atención sus propuestas. De otra parte, Marine Le Pen o Giorgia Meloni siguen moderando sus discursos en fondo y forma, y dan la impresión de haber ganado la batalla de la comunicación. 

No es fácil separar sus diversas orientaciones –por ejemplo, en su actitud hacia Rusia- de una raíz básica de los actuales populismos: la creciente desconfianza de los ciudadanos en políticos e informadores, ineludible causa concomitante de las cifras de abstención, especialmente entre las nuevas generaciones. Al caricaturizar o demonizar a líderes que hablan mucho de problemas reales, socialdemócratas y conservadores se han frenado a sí mismos, sobre todo en algunos países, porque los electores no han percibido sus propuestas, sino sólo sus negaciones y sus miedos. Pero estos dos grupos pueden seguir configurando una leve mayoría, que debería estar abierta democráticamente a una participación más amplia.

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Así, los resultados son esperanzadores, en la medida en que se acepte el mensaje de refundación que aportan: enlazaría con los grandes valores, que configuraron esa profunda y admirable realidad que llamamos Europa. Aunque el origen de la UE está en el tratado que instauró en 1951 la CECA, la modesta comunidad europea para el carbón y el acero, los líderes históricos encaraban el futuro con verdadera ilusión política, además del deseo de resolver cuestiones inmediatas. 

Los problemas económicos pesaban lógicamente mucho en momentos de reconstrucción de un continente que había sufrido las graves consecuencias de la II Guerra Mundial. Siguen pesando también hoy, por la necesidad de recomponer la economía en tiempo de graves amenazas: las guerras de Ucrania e Israel, la pinza de China y EE.UU., las respuestas al cambio climático y a la defensa del medio ambiente, o la coexistencia de envejecimiento y desempleo (que pone en riesgo la necesaria innovación y exige medidas de fondo sobre los flujos migratorios).

Como suele suceder, los tiempos de crisis aceleran las transformaciones. Ante todo, la UE debería seguir siendo un instrumento de paz, no sólo entre los Estados miembros y los que desean incorporarse a la Unión. También para la paz en el mundo: esto puede exigir nuevas renuncias a parcelas de la soberanía estatal; pero la voz de la UE tiene que ser clara, única, sin disonancias, ante crisis como las de Ucrania, Israel o Taiwán.

En fin, con la consolidación y avance del incipiente espacio jurídico común, y la revisión del funcionamiento de las instituciones, se recuperaría capacidad de liderazgo y, por tanto, se superaría la relativa desconfianza actual. Porque existe un humus plenamente compartido y lleno de riqueza –un orgullo de ser europeo-, que acierta en la armonía de valores como unidad y diversidad, primacía de la persona y solidaridad, tradición y apertura al mundo, laicidad y libertad religiosa: Europa seguirá siendo el gran faro de una cultura de libertad en el mundo contemporáneo.