El final del camino hacia la paz en Colombia

            A comienzos del próximo año, se cumplirán cincuenta de la muerte del tristemente famoso Camilo Torres, cura guerrillero colombiano. El aniversario precederá unos pocos días al probable final de un largo proceso negociador que traerá el comienzo de la paz para ese gran país, asolado por atentados y guerrillas desde hace más de medio siglo.

            Apenas iniciado el XXI, Andrés Pastrana planteó un ambicioso plan de lucha contra el narcotráfico, y reanudó las negociaciones con la guerrilla.  Por entonces, la Administración norteamericana disipó dudas sobre sus deseos de intervención militar: se evitó el riesgo de que Colombia se convirtiera en un nuevo Vietnam, condenado de antemano al fracaso. Y Washington prometía una importante ayuda económica, para crear las condiciones necesarias de una paz duradera. Lógicamente, al combate contra narcotráfico, guerrillas y paramilitares, se unía la necesidad de reforzar las instituciones políticas y jurídicas, y un auténtico desarrollo económico y social de la república.

            Dos años después, en 2002, la Casa Blanca invirtió diez millones de dólares en una campaña de publicidad contra la droga, que vinculaba la violencia en las Américas del sur con las adicciones en el norte, una tesis relativamente hipócrita, que ha lastrado la lucha hasta nuestros días, mientras la violencia se acercaba a Estados Unidos. Uno de los anuncios se lanzó el día de la Super Bowl, la gran final del fútbol americano, que seguían por televisión unos 86 millones de personas. Aparecían en pantalla típicos adolescentes que decían: “Ayudé a asesinar familias en Colombia”. “Ayudé a secuestrar padres de familia”. “Ayudé a que niños aprendieran a matar”. “Ayudé a matar a policías”. “El dinero de la droga apoya el terror ‑concluía el spot de 30 segundos‑; si usted compra drogas, también puede estar apoyándolo”. A pesar de sus limitaciones, mostraba voluntad política a favor de la paz, en plena guerra contra el mal, tras el apocalipsis terrorista en Manhattan.

            La elección ese año del presidente Álvaro Uribe transmitía un mensaje popular unánime por la concordia. Parecía evidente el cansancio del pueblo ante un conflicto interminable, cada vez más sangriento. Su propuesta-promesa de guerra total a guerrilla y paramilitares planteaba muchas incógnitas: se confirmó con la petición a Estados Unidos de un despliegue militar, como en el Golfo Pérsico. Luego rectificaría y trataría de negociar con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Rompió las conversaciones en 2006.

            Con los años, el problema se complicó, sobre todo, por la concomitancia entre terrorismo y narcotráfico. Colombia se convirtió en el gran proveedor de cocaína para Estados Unidos y Europa, con las tragedias conexas por las peleas entre bandas, y el aporte de medios económicos para la guerrilla subversiva.

            Mucho tiempo tendría que pasar hasta el comienzo en 2012 del probable proceso de paz definitivo, que incluye la disolución de las milicias populares configuradas en torno a las FARC. Se han sucedido momentos de esperanza y de pesimismo, como la reanudación de bombardeos a finales de aquel año, como respuesta a un ataque de la guerrilla en el que murieron diez soldados, una de las acciones más mortíferas desde la apertura de las negociaciones.

            Pero se superó la crisis, y continuaron las conversaciones en La Habana, desde donde, el pasado 23 de septiembre, se difundía una foto histórica: el apretón de manos entre el presidente Juan Manuel Santos y el dirigente de las FARC, Timoleón Jiménez (Timochenko). Acaban de firmar un acuerdo sobre el futuro jurídico de los combatientes, punto esencial en la negociación. A partir de ahí, se espera que el pacto definitivo, con el abandono de las armas, se produzca en marzo.

            Frente a la actitud crítica de los anti-negociadores, con el anterior presidente Uribe a la cabeza, se impone un compromiso importante: no habrá amnistía para actos de lesa humanidad, genocidios, crímenes de guerra, deportaciones forzosas y torturas; sí para los crímenes “políticos o conexos”, que se definirán en una ley posterior. Se creará un tribunal especial –con participación de jueces extranjeros‑, encargado de juzgar a los autores de crímenes durante el extenuante conflicto, tanto guerrilleros, como policías o militares.

            Entretanto, se mantiene desde julio la tregua unilateral de las FARC, el gobierno ha suspendido los bombardeos y ha adoptado medidas para favorecer una “desescalada” del conflicto, como la suspensión –anunciada por el fiscal general Eduardo Montealegre‑ de las acciones jurídicas contra los jefes de la guerrilla por “graves violaciones de derechos humanos”. Y, a pesar de reticencias sectoriales, la mayoría mira hacia el 23 de marzo próximo, como fecha del acuerdo final.

 
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