La gran incógnita de la abstención en los regímenes democráticos

Según la información oficial, los datos eran inferiores a los comicios equivalentes de 2011 (55,29%), como también a las elecciones europeas de 2014, pero superiores a los resultados de 2008 (35%).

Al final de la tarde, la información oficial confirma la “victoria” de la abstención, con un 50,01%, en la segunda vuelta: no hay modificaciones relevantes respecto del pasado domingo, a pesar de que han sido quizá las elecciones con un mayor número de “triangulares” en el balotaje (tres candidatos rebasaron el mínimo previsto, y ninguno se retiró para dejar sólo a dos frente a frente).

Se esperaba una mayor afluencia a las urnas, en momentos de crisis y, sobre todo, del riesgo anunciado por los sondeos de opinión de que la extrema derecha del Frente Nacional pasase a ocupar el primer puesto: no sólo rompería el bipartidismo mayoritaria, sino que se alzaría con la victoria. No ha sido así, y el FN no presidirá ningún departamento. Pero mi inquietud sigue siendo la desconfianza creciente hacia los políticos, que se muestra en las cifras de participación.

Algo se han animado los electores, pero me parece insuficiente, como sucedió antes en Grecia y acaba de repetirse en Andalucía. También esas dos consultas tenían cierto dramatismo, por razones diversas. En el caso helénico, porque se celebraban con relativa urgencia, después de haber elegido un parlamento a mediados de 2014: la intensidad de la crisis exigía una nueva consulta directa a los ciudadanos. Pero me sorprendió el escaso incremento de la participación. En 2014, la abstención llegó al 40% y, además, hubo un 4% entre papeletas en blanco o nulas. Ahora se redujo casi al 37%, con un 2,5 más de blancos y nulos.

En Andalucía se comprende la decepción de Podemos: no sólo porque ha obtenido bastante menos escaños de los que esperaba, sino porque no ha conseguido movilizar decididamente al electorado: sólo se ha reducido la abstención en tres puntos, y ha aumentado en medio la suma de blancos y nulos: se pasó del 39% en 2012 al 36% el pasado domingo.

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El sentido democrático lleva a aumentar la participación, sobre todo, en momentos cruciales con posibilidades de cambio. Pero el electorado no parece compartirlo, a pesar de la insistencia de los estudios demoscópicos más recientes. Puede haberse producido cierto trasvase de votos hacia las nuevas formaciones políticas presentes en la contienda electoral, pero, en conjunto, prevalece un conformismo que nada o poco espera de sus representantes. Como si el gran individualismo de nuestro tiempo sancionase la falta de fe en posibles acciones positivas de los gobernantes.

Otra hipótesis discurre en torno al desánimo ante campañas poco ilusionantes, porque se centran en mensajes dirigidos sólo a arañar votos que lleven al poder o lo conserven. En esa línea se inscribiría, en el caso español, la tendencia de Podemos a rebajar las aristas radicales de su discurso para intentar frenar el avance de Ciudadanos. Pero el votante no es tonto, y acaba rechazando ese tipo de esgrima dialéctica que no le resolverá sus problemas reales. Y no es sólo cuestión de “bolsillo”, como paradójicamente parecen entender los partidos de la derecha.

Es más, los líderes conducen el problema a un extremo decepcionante: no indagan sobre las causas de la abstención, porque sólo les interesa el cui prodest, es decir, a quién beneficia en cada comicio una mayor o menor participación. En realidad, no hay estudios generales concluyentes, sino sólo estimaciones más o menos coyunturales: como las que han podido contribuir en Francia a la relativa resurrección de un supuestamente agotado Nicolas Sarkozy.

Tampoco se conoce bien la reacción de los electores ante las promesas electorales de los partitócratas, imposibles de cumplir, aunque suenen bien a los oídos populares. Es más, pueden no tener el menor deseo de llevarlas a la práctica, y no siempre podrán luego excusarse en Bruselas, ni en materia de corrupción y financiación ilegal, ni en cuestiones como el derecho a la vida o la protección de libertades básicas (frente al suma y sigue del deterioro  ¿deliberado?  de la administración de Justicia).

El colmo sería reformar las leyes para hacer el voto obligatorio, como amaga en Francia la fundación Jean-Jaurès, próxima al partido socialista, o el propio presidente de Estados Unidos Barack Obama. Como escribían en Le Monde los sociólogos Amadieu y Framont, “la respuesta propuesta ante la crisis de legitimidad que golpea a la política, sería el castigo y la infantilización del ciudadano”. Esa reacción sería un indicio más de la ceguera de los profesionales de la política ante su exigua credibilidad. En cambio –como en los viejos tiempos de dictaduras y referéndums a la búlgara , la abstención es signo también de lucidez ciudadana que espera otro tipo de respuestas –sin excluir las dimisiones  en la cúpula de las formaciones políticas.