Es hora de enterrar el llamado voto católico

Aparecen también personas que se confiesan católicas entre el número creciente de los votantes del Frente Nacional, el partido de la extrema derecha, con defensa a ultranza de la identidad gala, pero más bien xenófobo y racista.

Hasta ahora, según encuestas que recogen la opinión de católicos practicantes de más de 18 años, la proximidad política hacia la izquierda llegaba al 29%, inferior al 50% del conjunto de los ciudadanos; era mayor respecto de la derecha: alcanzaba a un 58%, frente al 33% global. Pero coincidían respecto del Frente Nacional, con un apoyo del 10 y 9, respectivamente.

Los sondeos posteriores a los comicios van permitiendo conocer la evolución del electorado, que se apartó ostensiblemente de los dos grandes partidos en la primera vuelta. Cerraron filas luego para impedir que el Frente Nacional consiguiera la presidencia de regiones en las que era preciso el balotaje, pues no había obtenido mayoría absoluta. Los datos hablan del incremento de obreros y de gente joven, pero no hay aun análisis sobre la influencia o no de las convicciones religiosas.

Cuando se han cumplido más de cien años de las leyes sobre separación de Iglesia y Estado, con la consiguiente expropiación de los bienes eclesiásticos, apenas se reflejan como determinantes las creencias íntimas a la hora de votar: porque a los creyentes, como a los demás ciudadanos, les preocupa sobre todo el empleo, la inseguridad pública –más aún en un año con graves atentados al comienzo y al final, la política familiar y social relacionada con la presión fiscal, el buen funcionamiento de la administración de justicia, o las grandes decisiones en materia militar y diplomática.

Ciertamente, en Francia o en Italia hay mucha más sensibilidad que en España para la situación de los cristianos violentamente perseguidos en tantos países del mundo. Pero forma parte más bien de una actitud basada en razones históricas (los antiguos protectorados) y en los derechos humanos básicos, distinta de razones estrictamente religiosas.

Lo percibió bien Giulio Andreotti al final de los ochenta, cuando caía el Muro de Berlín y se desmoronaba la URSS. Aunque cito de memoria, recuerdo una entrevista que leí durante un viaje a Roma: afirmaba paladinamente que el fenómeno tendría amplias repercusiones en la democracia cristiana. Y, efectivamente, ha desaparecido ese partido, responsable del gobierno de Italia en prácticamente todas las legislaturas tras la segunda guerra mundial y la instauración de la República. Las grandes batallas doctrinales –como la actual, contra la triste figura de las madres de alquiler no son ya confesionales. Y los católicos eligen con libertad entre las grandes formaciones políticas.

Esta realidad fue sancionada claramente en la constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II. Cuando se cumplen cincuenta años, no está de más recordarlo –también en España, donde partidos de extrema derecha no entran en sedes parlamentarias, porque no faltan creyentes nostálgicos de una situación incompatible con la legítima autonomía de las realidades temporales.

Con algún amigo he comentado favorablemente días pasados que, por fin, la Conferencia Episcopal española no ha emitido comunicado alguno antes del 20-D. Ni siquiera para recomendar el voto, un criterio bastante clásico aunque difícilmente sostenible en el plano ético. De hecho, en el importante Compendio de la doctrina social de la Iglesia, que publicó en 2005 el Consejo pontificio Justicia y Paz, no figura la palabra “abstención” (salvo error por mi parte en la búsqueda electrónica), aunque puede deducirse que se considera un déficit de la necesaria participación ciudadana en los asuntos públicos. Sólo es obligatorio votar allí donde lo exigen las leyes civiles, normalmente por razones históricas, no de fondo.

La ética exige opciones coherentes con los valores, y con las circunstancias reales de cada sociedad. Pero “pretender que un partido o una formación política correspondan completamente a las exigencias de la fe y de la vida cristiana genera equívocos peligrosos. El cristiano no puede encontrar un partido político que responda plenamente a las exigencias éticas que nacen de la fe y de la pertenencia a la Iglesia: su adhesión a una formación política no será nunca ideológica, sino siempre crítica, a fin de que el partido y su proyecto político resulten estimulados a realizar formas cada vez más atentas a lograr el bien común, incluido el fin espiritual del hombre” (n.573).

 

En realidad, el voto católico viene emitiéndose estas últimas décadas, pero no en las urnas, sino en la familia, en Caritas, en las parroquias, en tantas iniciativas sociales que han atemperado generosamente la crisis económica. Y seguirá consolidando su fuerza ahora, justamente por el impulso del Año de la Misericordia al que convocó el papa Francisco a los creyentes y personas de buena voluntad.

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