El miedo nacionalista de Europa y América a la acogida de nuevos inmigrantes

Pero sí se puede sintetizar una idea quizá decisiva. Mientras se expandía la globalización en el planeta, han ido creciendo localismos más o menos nacionalistas, con su rechazo de los límites a la propia soberanía, un caduco concepto moderno, nacido en el siglo XVI.

Entre esos límites, en algunos países de la Unión Europea existe una especial sensibilidad –como se ha visto en las interminables reuniones para tratar de encauzar el problema de los refugiados- ante el aumento de los inmigrantes, que llegaría a plantear problemas de identidad... Un temor propio de la extrema derecha que se ha ido extendiendo, y aparece también en la izquierda, como acaba de comprobarse en la crisis del partido laborista británico tras el referéndum del pasado jueves.

El problema no es sólo europeo. Está muy presente en Estados Unidos, y no sólo en las posturas radicales de Donald Trump, que parece seguir perdiendo apoyo en los sondeos de opinión. No le van a la zaga en este punto Hillary Clinton ni Barack Obama, con sus conocidas contradicciones.

Los dos candidatos rechazaron hace unos días intervenir en la reunión anual de la asociación americana de cargos latinos elegidos y designados, una de las organizaciones hispanas más importantes de Estados Unidos. La negativa ha provocado un duro comunicado de la junta directiva, que considera esa ausencia como “un agravio a las contribuciones y los sacrificios que hacen cada día por este país los cargos latinos”.

Por su parte, el presidente Obama lanzó en mayo un plan para deportar a sus países de origen, especialmente de América Central, a las madres e hijos de inmigrantes “ilegales”. Una operación precedente se llevó a cabo en enero, sobre todo en Georgia, Texas y Carolina del Norte, con cientos de expulsiones y decenas de personas detenidas. Lógicamente, el objetivo es evitar nuevas oleadas de movimientos migratorios hacia la Unión. El presidente sabe bien que los votantes de origen latinoamericano tienden a votar por los demócratas y actuó antes a favor de las reunificaciones familiares. Pero también es consciente del aumento de ciudadanos que exigen una política más estricta con los once millones de inmigrantes ilegales en el país, y responden positivamente a las promesas de Donald Trump de expulsarlos en masa.

Entretanto, el empate entre los ocho jueces del Tribunal Supremo mantiene congelada la reforma de Obama, que concedía mediante una orden ejecutiva -una especie de decreto ley, para obviar la mayoría contraria del Congreso- un permiso temporal de residencia y trabajo a casi la mitad de los inmigrantes que residen ilegalmente en el país: más de cinco millones de personas. A diferencia del Tribunal Constitucional español, que equivocadamente tiene número par de magistrados, con voto de calidad del presidente, en Estados Unidos son nueve: sólo se produce esta falta de mayoría por el fallecimiento inesperado del juez Antonin Scalia el pasado mes de febrero.

Se comprende que Trump haya aplaudido la decisión británica. En realidad, el Brexit no se debería tanto a eurofobia, como al rechazo de la inmigración por parte de los ciudadanos menos favorecidos económicamente, especialmente en zonas rurales, más que en las grandes ciudades. Los cientos de miles de trabajadores europeos en Gran Bretaña han estado en el eje de la campaña por el exit. Probablemente de modo injusto, los británicos se han dejado llevar por la propaganda que culpa a la libre circulación de ciudadanos europeos de los problemas salariales, el deterioro de la sanidad, de la escuela y de tantos servicios públicos.

En su editorial del 26 de junio el diario Le Monde recuerda la tipología media de los votantes de Donald Trump: ciudadanos blancos, mayores de 50 años, de clase media tendiendo a cierta marginalización, empobrecidos por la globalización. El retrato coincide en gran medida con los votos de protesta –anti austeridad, pro Estado del bienestar- que suman en Europa los partidos extremistas, de derecha y de izquierda: ofrecen soluciones mágicas, remedios peores que la actual enfermedad, de evidentes raíces culturales y éticas.

 
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