El mal perder confirma como mito la superioridad ética de la izquierda

En parte, arranca de la generosidad de los procuradores franquistas, que aprobaron la ley de reforma política que hizo posible una transición ejemplar hacia la normalidad democrática.

No es así, por desgracia, como se comprueba estos días en algunos países, de modo particular en Argentina. No puedo olvidar mis clases de geografía en el antiguo bachillerato, donde aprendí que ese país era una de las primeras potencias mundiales. En su decadencia, dentro de la complejidad de este tipo de fenómeno, no se puede omitir el influjo negativo del peronismo y de las dictaduras militares.

Asistimos ahora a un hecho insólito, protagonizado por la presidente argentina, que se ha negado a transmitir el poder a quien le sucede en la más alta magistratura de la nación. Salvo honrosa excepciones –como la del excandidato oficialista y exgobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli-, diputados y senadores del kircherista Frente para la Victoria intentaron boicotear la toma de posesión con su ausencia. Ojalá no sea el comienzo de un obstruccionismo callejero populista de imprevisibles consecuencias para la mayoría de los ciudadanos. El nuevo presidente querría sortearlo con su llamada a la unidad, al diálogo y al trabajo en equipo, ideas centrales de su primer discurso como Jefe del Estado.

Después de los doce años Kirchner, Mauricio Macri no tiene nada fácil el cambio: la transición de un populismo autoritario, no exento de personalismos y posibles corrupciones, hacia una orientación liberal dentro de un contexto económico caracterizado por la pervivencia de la crisis y una política exterior que –sin perjuicio de la colaboración con los países americanos vecinos- acerque a la Argentina a Europa y a los Estados Unidos, y le aleje de experiencias chavistas. Aunque para los oponentes argentinos no ha sido sorpresa el obstruccionismo actual de Cristina. No citaré duras críticas de la prensa de Buenos Aires. Sólo una referencia a su falta de estilo.

Más grave puede ser la situación venezolana, aunque inicialmente Nicolás Maduro –todo indica que por decisión militar, que trata de revisar ordenando el acuartelamiento de los soldados en defensa de la patria acató los resultados electorales en nombre de la Constitución y la democracia. Persiste en sus discursos incendiarios y en la insistencia del fracasado “proyecto bolivariano”. Lo completa con decisiones institucionales altamente peligrosas, como el nombramiento de magistrados del Tribunal Supremo antes de que se constituya formalmente la Asamblea Nacional, para tratar de bloquear luego sus decisiones, sobre todo, porque pueden ser radicalmente opuestas al chavismo al haber alcanzado la mayoría parlamentaria de dos tercios. No es necesario insistir en la exigua cultura democrática que denota ese intento de utilizar las institucionales judiciales contra la libertad política. Queda sólo esperar que no prosperen en España ese tipo de arbitrariedades, como consecuencia de imprevisibles pactos postelectorales.

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Porque no se trata sólo de enfermedades propias del Tercer Mundo... Comencé a escribir estas líneas mientras los franceses acudían a las urnas para elegir a los gobernantes de sus regiones. El sistema electoral, prácticamente el establecido en su día por Charles De Gaulle, permite que, con frecuencia, en la segunda vuelta pierdan los ganadores de la primera si no alcanzaron mayoría absoluta.

En el país vecino se advierte un declive de los dos grandes partidos. Pero quizá más aún en la formación socialista. Perder ante el Frente Nacional fue la gran humillación histórica del PS de Jospin. Quizá esto explica la dureza del primer ministro Manuel Valls en intento de frenar a la extrema derecha de Marine Le Pen. Se comprende que, en antevísperas del balotaje, haya afirmado que “es un partido que quiere salir de la Unión Europea, del euro, de la política agrícola común. Nos quiere llevar a la ruina”. Pero no se sostiene que proyecte sobre los franceses el espectro de la guerra civil: por grandes que sean las divisiones y diferencias que el FN pueda producir, o los motivos de cansancio y rechazo que llevan a los ciudadanos a darles el voto, parece exagerado lo de provocar un conflicto bélico interior. Más coherente parece –a falta de una explicación profunda del propio deterioro pedir el voto para candidatos del centro derecha y superar así la increíble mayoría alcanzada por FN en varias regiones, y no sólo en sus feudos tradicionales. No hacía falta esa radicalización del PS para evitar la victoria frentista. Bastaba reducir un 10% la abstención, como ha sucedido. Pero el declive es grande, como muestra el dato de que el FN se consuele de su derrota con un aumento de consejeros regionales en cinco años: de 118 a 358, que refleja un nuevo record de votos populares.