A propósito del acuerdo de Berlín contra el fraude fiscal internacional

            A la reciente noticia que comenté sobre el plan de abolición del secreto bancario en Suiza, se une ahora el paso delante de Berlín, en la línea de la evolución promovida desde hace años por la OCDE y otras organizaciones internacionales. La lucha internacional contra el fraude tiene interés por sí misma, en cuanto contribuye a la salud ética de los países. Además, hace más difícil el empleo de dinero opaco para el tráfico de armas, la financiación de conflictos regionales o, en general, de bandas terroristas.

            Probablemente exista siempre un porcentaje de economía sumergida y de dinero negro. Aunque sea sólo para evitar las inextricables redes burocráticas que asfixian tantas veces a los ciudadanos comunes: hacen realidad el principio clásico del summum ius, summa iniuria. Desde luego, difícilmente se entiende que la crisis actual en España no haya derivado en auténticas revueltas sociales, si no es por el peso que mantienen las familias, y también por la existencia de ese tipo de trabajo marginal, que aporta ingresos para sobrevivir, aunque sea malamente. Pero no parece lógico que se pueda seguir estimando que la cuantía mundial del fraude duplica las inversiones en cooperación al desarrollo.

            Otras observaciones previas: existe un maniqueísmo en la comunicación que asocia cuenta corriente en el extranjero –Suiza, Andorra‑ con actividades delictivas. No es ni tiene que ser así en una economía globalizada. Los posibles fraudes estarían más bien en el origen que en el destino. De otra parte, ese simplismo lleva a la demonización del “secreto bancario”: en realidad, bien delimitado, forma parte del respeto debido a la intimidad de la persona, que se armoniza adecuadamente con el cumplimiento de las obligaciones de transparencias exigidas por el ordenamiento jurídico. Pero existirán siempre espacios privados protegidos, pues no todos tienen derecho a saber todo, salvo que volvamos a las picotas inquisitoriales de las plazas públicas.

            No va por ahí la reunión de la pasada semana en Berlín. Son ya más de 80 países comprometidos contra la evasión fiscal: no sólo las grandes potencias del G-20, sino bastantes pequeños paraísos fiscales, como Liechtenstein o las Islas Vírgenes. Poco a poco, va dando fruto el esfuerzo de la OCDE y del Foro fiscal mundial emanado desde esta organización internacional.

            Poner en práctica los acuerdos sobre intercambio automático de datos exigirá reformas legales y administrativas. Las leyes exigirán a los bancos que proporcionen información sobre los activos extranjeros colocados en cada entidad.  Actualmente, se aplica ya en muchos casos, pero no siempre de modo habitual, sino sólo ante investigaciones administrativas o judiciales por sospechas de fraudes delictivos. Pero, a juicio del ministerio alemán de hacienda podría funcionar desde septiembre de 2017, salvo respecto de una treintena de país que han firmado el acuerdo, pero condicionando su entrega en vigor a 2018: entre otros, Suiza, Austria e importantes plazas financieras como las Bahamas o los Emiratos Árabes Unidos. De los clásicos, falta sólo la decisión de Panamá. Y será preciso, probablemente, ayudar a los países menos desarrollados a adaptar su sistema fiscal a estos principios. Algunos hablan ya de una nueva ONG, la de los “inspectores de hacienda sin fronteras”.

            Porque, en estas cuestiones, resulta esencial el establecimiento de normas claras de contabilidad y solvencia, de modo que el sector financiero no pueda ampararse en una desmedida autonomía, como se vio en la crisis de las “subprime”. Esa regulación permitirá también que desaparezca el viejo criterio del “too big to fail”, para que los gestores asuman plenamente responsabilidades jurídicas, también en el aspecto penal (sin excluir, lógicamente a las agencias de calificación de créditos, no bien paradas precisamente en los últimos tiempos).

            En definitiva, no se trata de complicar más el ya no sencillo entramado legal de la actividad económica y financiera. Pero sí de precisar principios y normas esenciales, que hagan más difícil la transgresión y, ejecutada ésta, permitan descubrirla y sancionarla. Ciertamente, lo decisivo es la ética personal de los protagonistas de la vida empresarial y pública, así como el ambiente social global a favor de la transparencia y el rigor –frente al evidente permisivismo español que se permite incluso tratar de puritanos a los ciudadanos “del norte”. Pero la coactividad del derecho tiene mucho que aportar a la salud ética del conjunto. 

 
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