Superar la dialéctica del amigo y enemigo en la comunicación política

    No sé si los expertos en comunicación podrían contribuir más a superar la actual crisis de confianza en los políticos, una de las causas del rebrotar de los populismos. El fenómeno es antiguo: basta pensar en la abundancia histórica del arbitrismo hispánico, o en aquel pujadismo francés que fue casi la puntilla de la IV República, hasta la revolución constitucional de la mano del mítico general De Gaulle: su presidencialismo pervive hasta hoy, aunque empieza también a hacer agua y se lamenta que, tras el Brexit, sea el único Estado de la UE con un sistema electoral uninominal y mayoritario.

    La comunicación política en los regímenes democráticos ha evolucionado al compás de la difusión de nuevas tecnologías, redes sociales y canales de información. Se han ampliado los medios para crear imagen, difundir mensajes y conectar con los ciudadanos. Pero parecen prevalecer, especialmente en grandes plataformas, las deformaciones de la información veraz: se transforma en confirmación o en rechazo radical del contrario (incluye el recurso a falsedades, manipulaciones, desinformaciones, con la agravante de la posible viralidad inmediata). Reaparece una y otra vez el espectro de Carl Schmitt, con su dialéctica del amigo y el enemigo.

    Como apuntó hace años Andrés Ollero, dos grandes tendencias del mundo moderno, aparentemente opuestas –relativismo y fundamentalismos-, acaban dándose la mano para invalidar el espíritu abierto propio de una cultura democrática capaz de lograr consensos mayoritarios respetuoso de las minorías. La política no debería ser un mero campo de batalla en el que bandos antagónicos se enfrentan para hacerse con el poder. Sino un sistema propicio para el diálogo constructivo y la búsqueda de soluciones a los problemas de la sociedad.

    Habría que repensar los elementos positivos del pensamiento de Descartes –racionalidad frente a emotivismo individualista- o de la dialéctica de Hegel -superar contrarios-, para configurar un futuro sin violencia ni opresiones -aun mediante consensos provisionales-, en la línea de las grandes declaraciones de los derechos y libertades. No siempre es posible la coincidencia en los fundamentos, como señaló en su día Jacques Maritain, pero sí los límites esenciales de cada figura, con independencia de su cumplimiento o violación: la tortura es tortura, en Teherán como en Guantánamo.

    No es de recibo, en cambio, la mistificación de conceptos esenciales, en función del interés, como describió con anticipación George Orwell; por desgracia, le han superado algunos ministerios de la verdad o de la memoria histórica. 

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    Así se observa hoy en Estados Unidos ante los procesos jurídicos asociados a Donald Trump y la familia Biden. Quien aplaude como manifestación del estado de derecho una sentencia que le favorece, critica otra como venida de un complot para judicializar espuriamente la vida política. No interesa la realidad o la verdad, sino el viejo cui prodest  (¿a quién beneficia?). 

    En esa línea se inscribe la tendencia a magnificar el papel del fiscal en la instrucción de los procesos penales. En rigor, esa facultad –en cuanto afecta a derechos humanos- corresponde a una autoridad judicial nombrada con independencia del poder ejecutivo: si no, cuando el enjuiciamiento inculpa a autoridades públicas, el Estado será a la vez juez y parte. Constituye una tradición jurídica europea, compatible con la distinta visión práctica del derecho anglosajón: no parecen sistemas trasladables.

    Pero sí se puede exigir a los líderes políticos, a uno y otro lado del Atlántico, una mayor visión de futuro, capaz de superar, con la virtud clásica de la magnanimidad, el corto plazo, el mero electoralismo. Porque todos –al menos en teoría- deseamos fortalecer las instituciones democráticas.