De Washington a París: la importancia del estado de derecho

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, durante su discurso tras 100 días en el cargo.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, durante su discurso tras 100 días en el cargo.

Tal vez exagere en mi sensibilidad ante las violaciones o subterfugios para eludir las exigencias del Estado de derecho en la vida pública democrática. Pero reacciono inmediatamente ante planteamientos inadecuados, por muy ambiguos que sean en su expresión. No se trata sólo del cumplimiento de las previsiones constitucionales. Importan también costumbres y tradiciones que configuran y enriquecen la cultura democrática, facilitan los indispensables consensos y evitan los excesos partidistas. En cualquier caso, no parece serio usar distintas varas de medir para situaciones semejante. Como tampoco usar a favor propio conceptos generales, descalificando a los demás. Porque, además, esa actitud suele denotar cinismo.

Aunque parezca duro, me parece ridículo que el presidente Joe Biden afirme, después de días de deshojar la margarita, que ha renunciado a la posible reelección en noviembre para “salvar la democracia”. Hace nada, esgrimía esa misma razón para justificar su continuidad. Entonces ni la edad ni sus achaques eran obstáculo para seguir en la Casa Blanca. Ahora quiere pasar el testigo a una nueva generación... Un modo indirecto de endosar su anterior problema al candidato republicano.

A la vez, Biden invoca la necesidad de recuperar la unidad nacional, como si no hubiera tenido parte con su política radical en la evidente división existente hoy en la sociedad y en la política estadounidense. Acaba de hacerse patente en las reacciones ante la presencia en el Congreso del primer ministro israelí Bibi Netanyahu. Como poco antes en la definición de la postura de la OTAN ante la defensa de Ucrania contra la invasión rusa.

Son algunos de los flecos que deberá sopesar el partido demócrata, también respecto de la tardía y previsible designación de Kamala Harris como candidata a la presidencia. Biden no ahorra elogios hacia su vicepresidente: experimentada, fuerte, competente... Para proseguir errores y tal vez proyectos inconclusos del actual mandatario americano.

Uno de estos es la posible reforma del Tribunal Supremo de la Unión: un plan típico de las izquierdas intolerantes, que reforman las instituciones básicas cuando no secundan sus criterios. Los sistemas de elección de esos jueces máximos varían según los países, pero en todos se dan circunstancias imprevisibles –sean o no cargos vitalicios- que pueden afectar a la orientación global de la mayoría, nunca automática por mucho que se diga. La cultura democrática implica aceptar deportivamente esos periodos, sin cambiar las reglas de juego que, con frecuencia, tienen detrás mucha historia.

Los juegos olímpicos recién inaugurados en París no pueden ocultar lógicamente la crisis política que atraviesa el país. Como he tenido ocasión de comentar, el voto del miedo consiguió vencer a la abstención en las últimas y recientes consultas electorales que han configurado una Francia repartida más o menos en tres bloques difícilmente conciliables. Se vuelve a la fragmentación que trataba de evitar el régimen establecido por inspiración de De Gaulle en la V República. Las sucesivas y parciales reformas de la constitución vigente no han alterado sus principios fundamentales.

Aunque la solución del balotaje tiende a fomentar mayorías, el sistema ha mostrado que no es infalible cuando existen demasiadas formaciones políticas con peso. Las coaliciones preelectorales no han resuelto el problema que la proporcionalidad traslada a la etapa posterior, en función de los resultados. Más bien agudiza la intolerancia de las posturas, con la consiguiente dificultad de llegar a acuerdos razonables. La extrema derecha ha vuelto a comprobarlo, al perder toda representación en los órganos de dirección de la Asamblea Nacional, a pesar de tener detrás millones de votos. Y la extrema izquierda sigue sin conseguir un consenso para proponer un primer ministro aceptable, no sólo por el presidente de la República –jurídicamente, no tiene condicionamiento alguno para nombrar o destituir-, sino por los partidos de centro que deberían luego apoyarle parlamentariamente.

La tozudez del líder de La France insoumise, a pesar de su corta mayoría dentro del Nuevo Frente Popular, puede impedir que llegue a Matignon una figura de la izquierda. A pesar de su cota de popularidad, va a tener razón Emmanuel Macron al pedir a los líderes políticos un ejercicio de sensatez, para superar los extremismos que –también a la izquierda- ponen en peligro la democracia.

 
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