Esa América de Lorimer

Ningún director de periódico repetirá la influencia que tuvo George H. Lorimer al frente del Saturday Evening Post cuando dirigir un medio aún podía ser compatible con un perfil senatorial y no implicaba por defecto tener la reputación de un bandolero. La América de Lorimer, la América del Post, también era la América dulcísima de las camisas de Arrow, las ilustraciones de Rockwell, la generalización del automóvil y la salsa de arándanos para el pavo de Navidad. Cuarenta años al frente del Post sirvieron a Lorimer para tutelar en buena parte el paso de un capitalismo familiar a un capitalismo corporativo en un tiempo desde luego muy lejano a los escándalos de Enron. En Homo Legens, Andrés Rojo reedita ahora las “Cartas de un comerciante” que escribió Lorimer cuando dejaba de ser comerciante para ser periodista, sin perder el don de un olfato excepcional. Aquello ocurría hace un siglo. Aquel Post de una edad dorada fue tribuna para –entre otros muchos- Chesterton o Faulkner. Un cuento les permitía sobrevivir durante un año.   Las “Cartas de un comerciante” son el breviario de sabiduría convencional de esa ‘mayoría silenciosa’ que constituyó la América de las oportunidades, de la movilidad social, del esfuerzo y el ahorro y la promoción por el mérito. Es el país que nace con respeto sagrado por la libertad del individuo, con confesiones muy distintas que fermentan benéficamente en el cuerpo social para demostrar –según Tocqueville- que el despotismo puede prescindir de la fe, pero la libertad no. En palabras de Benedicto XVI, ahí se muestra el Estado como espacio libre para las confesiones religiosas. Eso es gloria para la América de los mercaderes desde la Europa del funcionariado. En Lorimer, como en América, resuena aún el mandato de dominar la tierra porque está hecha para nosotros y somos más dignos que los ‘grizzlies’: una vida de oportunidades exige el contrapeso de la responsabilidad y el afán de lucro es bueno porque de ahí viene la cena de los hijos. En su día, estas “Cartas de un comerciante” fueron el libro más traducido.   Las exigencias de Lorimer pierden rigidez y ganan atractivo al considerarlo a él cuarenta años, de la mañana a la noche, en la complejidad diaria de desenredar un periódico. Está en la posición de los escritores moralistas aunque a él le sorprendería verse junto a La Bruyère o Gracián. Es lo que puede pensarse de quien escribe que “cuando la conciencia falla, lo mejor es que uno le pregunte a su mujer”. Es una sabiduría pragmática y parda, tan moral como la vida. Para Lorimer, el infierno quema con llamas de verdad y el cielo –como el sueldo- hay que ganárselo. Honor y virtud han desaparecido de todos los debates pero nos vuelven en Lorimer después de tantos psico-masajes y tanta nada. Claro que hace mucho que la ortodoxia es una irreverencia.

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