Animales en las (j)aulas

Es un clásico del gamberrismo a pequeña escala: alguien coge el boli y le añade una «j» al rótulo que señala un aula (otro clásico es transformar la «m» en «t» —tarea no fácil, porque la primera se desborda por ambos lados— dondequiera que se anuncie un centro de idiomas). A la vista de los datos aportados por la encuesta del sindicato CSI-CSIF sobre la violencia que sufren los profesores en colegios e institutos, acaso esa «j» protética debería venir de serie ya desde el taller del rotulista, pues lo que albergan las aulas son a veces auténticos animales.   Así, a bocajarro, un 12 por ciento de los docentes tiene miedo de entrar en clase, como si fuese una leonera. El 73 por ciento declara que le han rugido alguna vez, o sea, que ha sido objeto de agresiones verbales, y el 15 afirma que directamente ha sufrido zarpazos, es decir, agresiones físicas. Uno de los aspectos más perturbadores es que, dentro de este último grupo de damnificados, otro 15 por ciento declara que el incidente no procedió del hijo, sino del padre. Arduo cometido el de amaestrar a Simba, encima hay que refrenar las pulsiones agresivas de Mufasa.   Por lo menos el domador de fieras cuenta con el látigo y con la posibilidad de suspender el espectáculo si las cosas se ponen bravas. A los profesores les quitaron la regla de las manos, que cumplía una función orientadora y punitiva, y bien está así. Pero con esa manía pendular que afecta a los españoles sobre todo, han terminado privados también del respeto y de cualquier margen de maniobra para demandar disciplina y urbanidad. La única salida a la frustración acumulada es habituarse al agravio e ir tirando, o recurrir a la baja médica como han acabado haciendo, según la citada encuesta, dos docentes de cada diez.   Puesto que los mayores índices de violencia se producen en la ESO, quizá habría que revisar la obligatoriedad de unos estudios que no termina el treinta por ciento de los alumnos, tal como señalan las últimas estadísticas. El problema estriba en que una fracción de los incluidos en ese porcentaje no permanece en las musarañas cuando está en el aula, un mal menor al fin y al cabo, sino que por aburrimiento combinado con la falta de civismo y centrifugado por la revolución hormonal propia de la edad, acaba incurriendo en comportamientos menos propios de los humanos que de algunos seres bastante poco racionales.

 
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