Arquitecturas efímeras

Pasar de la ciudad ideal a la ciudad actual sería un recorrido de humildad para los urbanistas modernos que nos quisieran ver cada mañana en bicicleta hacia el trabajo, sin considerar que no todo el mundo es tan sabio y tan feliz o que en nuestras ciudades hay cuestas y hay agostos. Es vieja querencia del oficio creer que los aciertos son del propio mérito y que las tropelías siempre son de los demás. El fulgor teórico de la utopía con dinero ajeno resulta pese a todo menos ofensivo que la propensión a iluminar la Puerta de Alcalá con luces de whiskería, la estridencia de los happenings en el Palacio de Cristal o el andamiaje porque sí del Palacio de Linares cuando precisamente son andamios lo que sobran. Hay en esto menos revolución que ñoñería, el descrédito de la vanguardia como inocencia, todo resuelto en pequeños efectos cataclísmicos para asustar al viandante que asume en la vida urbana una representación pacífica de la variedad y el orden. Ahí entran las conspiraciones de arquitectos intocables, cierta opacidad funcionarial, el talante uniformador del minimalismo anémico: un negociado del ideal sostenido por el gasto público, ajeno al control, repelente a la crítica, aliado de una presunción totalitaria en virtud de la cual siempre tendrá la culpa el ciudadano que paga sin participar. Así se entienden los reproches por nuestra “relación traumática” con la vivienda, en lejanía de nociones tan reales como la permanencia y el arraigo, la memoria y la familia, la íntima sustancia de la casa. Luego las calles se abandonan a los estudiantes más salvajes a fin de que practiquen sus arquitecturas efímeras con anacrónica voluntad de sorprender. Es el mejor maridaje de las nuevas formas de incivismo, del tam-tam continuo en los parques y las plazas, entre nieblas de hachís, desperdicios alcohólicos, reyertas. Quien se oculta del Ayuntamiento es el vecino cumplidor y responsable, en tránsito de la perplejidad a la reacción. Con impunidad expansiva se desfigura el repertorio de costumbres que perfila una ciudad, en comunicación natural con el paisaje, entre la disposición variable del edicto administrativo y la libre fermentación popular. La ciudad era también la paz burguesa donde los nuevos ricos marcaron la historia con la megalomanía del afán arquitectónico. Hoy los burgueses no son lo que fueron, pero el tiempo deja su poso en el microclima de un barrio, en la asunción del error por la gracia, en los retales de gloria que han quedado de todas las ideologías olvidadas. La ciudad es imperfecta porque su historia es imperfecta, y en el camino de este azar está la belleza inexplicable que conocemos por encanto: la memoria sensual de una luz o de una calle, la súbita presencia de una esquina, el laborioso amanecer en los suburbios o el paseo cordial, civilizado, de una mañana de domingo. La ciudad como entidad sentimental debería obtener otro respeto, aunque sólo fuera porque la pagamos entre todos y resulta indiscernible de su impulso apresurado en lo económico. Se pone también en triste olvido que la Europa de los mercaderes sufragó la Venecia de los artistas o el general esplendor del XIX. Bonet Correa, en su prólogo a las obras del vehemente urbanista Fernández de los Ríos, señala que la Restauración madrileña “no sería más que una Corte abocada a un urbanismo de pretenciosa arquitectura oficial y aristocráticas residencias en el ensanche del centro, rodeada de barrios de perfil de zarzuela y suburbios de sórdida faz barojiana”. Bonet Correa es hombre admirable y sapientísimo, pero en su crítica nos da sensu contrario una imagen de la ciudad posible a la que sólo falta añadir las cultas adherencias de una biblioteca pública y un jardín municipal. Se ha extendido por lo demás la percepción de que el alcalde es un señor que nos roba por nuestro propio bien, con una sonrisa, para planes sin plazo según la medida de su vanidad. De momento, la conducción es un estado de predelincuencia y los guardias urbanos llevarán navaja porque así se recauda mejor. Se necesitaría una prosa agotadora para enumerar los males que tienen causa cercana en el Ayuntamiento, a quien no sólo se culpa por el placer de culpar. Su gobierno se hace tan presente y asfixiante que nos parece tener cada noche a Gallardón en casa, con su voz atiplada, a la hora de la cena, participándonos su alcance visionario, con toda insistencia en sernos agradable cuando más bien querríamos olvidarlo e irnos a dormir. En Madrid se ha pasado de la realidad de la gestión a la ambición de una reforma que quiere subsanar todo el pasado con una sobredosis de dinero, bastante ligereza en los cálculos y grave desdén por informar. Hubiese sido preferible menos imaginación en el poder.

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