Diplomáticos

El Estado es diplomacia y es milicia. Todavía nos recibe un sentido de ceremonia en la entrada de los ministerios, con reposteros graves con escudos y el ordenado brillo de la seda en las banderas, con un cuadro que recrea una gloria que fue breve o un heroísmo generoso ya hecho olvido. Es una pátina irrepetible para cualquier comunidad autónoma aspirante a nación, una seriedad más trascendental que la belleza, una elegancia impersonal y confortable, hecha para el desgaste de los días, duradera mientras quede una noción de orden capaz de mantener la alianza equilibrada de la adustez y la pompa. En la excitación patriótica de un 14 de julio, lo dijo Édouard Balladur: “l’Êtat, que c’est beau!” Por efecto de una voluntad antidramática, junto a los ministerios siempre hay cafeterías que sirven desayunos populares y ujieres que hablan a gritos en el tránsito de la entrada hasta que uno carraspea para interrumpir. Se ve aquí el dulce vaivén de la vida funcionarial, la última semejanza de aquellas épocas en que uno podía entrar en el ministerio a pedir algo o recibir el gobierno civil de una negra provincia por el mérito de tener un cuñado de importancia. Hoy flanquean la puerta dos guardias civiles, solemnes como atlantes con tricornio, en representación sigilosa de la ley. A veces parecía un sueño accesible esa cadencia administrativa, la costumbre de tratar con los severos informes del Estado, disponer de secretarias y merecer en la copa de Navidad el saludo del ministro. La Administración tiene su gloria remota, como un esfuerzo de siglos por articular un país ingobernable. Los viajeros europeos del XIX estaban acostumbrados a la facilidad de los prados y colinas de su origen y vieron en España un país áspero y antiguo, una emanación directa de la tierra que sólo se se suavizaba hacia la costa. A estas desventajas hacían frente los ingenieros de Madrid cuando marcaron sobre un mapa la puerta ferroviaria del noroeste y todo se resolvió en Venta de Baños. Los mismos peritos indicarían la idoneidad de levantar un viaducto en Teruel para aliviar su incongruencia topográfica o escogerían a un urbanista muy prometedor cuando Barcelona reventaba la muralla: el Ayuntamiento deploró la elección de Cerdá y la injerencia insufrible de Madrid. Mucho antes, Goya quiso fijar el retrato de Jovellanos para que los estudiantes de secundaria tuvieran el ejemplo de la melancolía política más noble. El papel que sostiene en su mano derecha es seguramente una observación sobre la ley agraria y no un poema de amor. En todo esto hay una tradición de grandeza y solidez, y algo tangible y muy distinto del nacionalismo entendido como un festival de habaneras. ¿Dónde están las elites de antaño? En Francia, en París, Dominique de Villepin era el joven de cabellera fogosa que accedía al patio de la ENA con la seguridad que da haber leído a todos los poetas y conocer también las contingencias del Derecho Administrativo. Se trata de la osamenta del Estado y lo frecuentó más que el Derecho Político, según es vicio en Francia. La de Villepin era la clase de 1980 y hacia el año 2005 se repartirían los poderes del Estado como en aceptación pacífica de una herencia. Francia y Europa necesitan más políticos que enarcas, pero ahí queda la voluntad de que el Estado se reserve unas elites intelectuales a su servicio que sean distintas de los intelectuales al servicio del poder. En esta última categoría están los ruidosos pensadores de la izquierda: otra especialidad francesa, como el adulterio o el cassoulet o repetir un par de días de camisa con el engaño del perfume. ¿Dónde están las elites de España? Ahí tenemos a los diplomáticos en su apostolado exterior, vividores del patriotismo en su versión más decorativa, no mucho más lejanos del pueblo espeso que los fiscales o los inspectores de trabajo o —Dios nos guarde- los jueces por la democracia. De momento cuenta en los diplomáticos una idea del mérito por la cual alguien debe conocer la casuística sin fin de la hipoteca naval ante un tribunal excepcionalmente quisquilloso. En la carrera tendrán otros cometidos: firmar pasaportes, rescatar a montañeros que no merecen el rescate, sacrificar su inteligencia por la alianza de civilizaciones o reaccionar con frialdad y cortesía cuando un grupo de moros filipinos toma el consulado para reclamar la disparatada independencia de Zamboanga. No hace falta citar casos de heroísmo, el esplendor rancio y antiguo de Zayas y de Foxá, de Valera y de Basterra, el esprit famoso y el dominio de la conversación y la ebriedad: cualquiera que estime la discreción se alegrará de que predomine el funcionario sobre el poeta, aunque algunos, como Moratinos, aún puedan hablar de añadas de Burdeos. Al pensar en los diplomáticos también hay que tener presente que siempre nos puede acorralar el próximo huracán. El acercamiento del Gobierno ha conllevado el acercamiento de la corrupción y una administración autonómica donde se pace con comodidad ilimitada, ante el perjuicio de un ciudadano que conoce la fatalidad y la oclusión de la burocracia, como una puerta que se cierra sin remedio o un ascensor del que huye el aire. Los diplomáticos son la vanguardia del Estado y hemos visto ya tantas reformas que aguardamos sin esperanza vulgaridad y empeoramiento. En el caso español, han fallado más los ministros que los diplomáticos, más la política que la Administración. Por eso no extraña que los diplomáticos se desaten y opten por abandonar la vida de Madrid para llevar una vida de hotel y club de golf en Managua o en Malabo. Es un dato de fortuna que todos los Hilton se parezcan; en cambio, no es lo mismo servir a la política exterior de una potencia que a un país abandonado y claudicante, donde la improvisación es término sagrado. Con el oreo de la vida ausente, los diplomáticos engañan en matrimonio a la hija del rico del lugar y llenan su casa con motivos diversos de folklore. La diplomacia es algo más que una hipertrofia de la geografía y consuela mucho ver nuestros consulados y embajadas por el mundo, bajo una bandera que en la distancia asume con la misma paz el paisaje sin final de Extremadura y los cielos bajos de Guipúzcoa, toda nuestra historia común y ciclotímica. Ha acabado ya la era de altivez en que un ministro español oponía siete renglones de nobleza y títulos a la novedad de un secretario de Estado americano, según se observa en la lectura del tratado Adams-Onís. A cambio permanece el gabinete telegráfico para seguir las noticias del mundo como un constante cardiograma. Ante la reforma del servicio diplomático, no se trata de pagarles el sastre sino de que sigan siendo aproximadamente lo que eran.

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