Economicismo

La vida personal y social es rica en dimensiones y matices. Pero en estos momentos parece como si esa multiplicidad de facetas se hubiera reducido a una sola perspectiva: la económica. Tal estrechamiento del horizonte no procede de la plenitud y del éxito sino, más bien, de la escasez y del apuro. Es lo que, a todas horas, denominamos ahora “crisis”. No es una crisis más entre otras. Es precisamente la crisis.

         Y no sería arriesgado pensar que su raíz es, justo, el ahogo que produce un enfoque tan angosto. Porque la economía no constituye la sustancia de la vida social. Reducir todo a la producción y a la riqueza ha sido una idea dominante en las ideologías del pasado siglo. El propio capitalismo no deja de acusar tal unidimensionalidad que, junto a una prosperidad mal repartida, ha conllevado también sangre y lágrimas en muchas zonas del mundo.

         Una de las causas del economicismo es el miedo a la política por parte de los sectores más conservadores de la sociedad. La política  presenta un aspecto de confrontación y enfrentamiento ideológico que suele inquietar a la gente de orden. Tienden a pensar que una manera de obviar el debate político es limitarse a la aparente neutralidad del enfoque económico, como si tal posición estuviese inefablemente exenta de connotaciones ideológicas.

         Pero no es así. El economicismo conservador es una ideología que presenta, además, el rasgo más típico de los planteamientos ideológicos: su autoenmascaramiento. Las ideologías pretenden hacer creer que reflejan, sin más, lo que la realidad es en último término. De esta forma sus enfoques, y los intereses que encubren, encuentran más fácil aceptación en el concierto social. Pero los efectos indeseados no se hacen esperar.

         El primero y más obvio es que, si la derecha se centra en la economía de manera casi exclusiva, la izquierda domina sin competidores en las áreas de la política y de la cultura. Y como estos dos últimos constituyen  aspectos de la vida social que de suyo son más decisivos que la propia economía, acaban por arrastrar al mundo del trato con la riqueza y el dinero hacia las posiciones de quienes aparentemente son sus enemigos.

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         Se llega así a una especie de reparto del territorio social. Recuerdo la pregunta –aparentemente ingenua- que me hizo un alumno recién comenzada la transición política: -“¿Es cierto que se ha llegado en España a una especie de acuerdo para entregar la economía la derecha, y la política y la cultura a la izquierda?”. Me acordé de aquella máxima bíblica según la cual la verdad más neta se encuentra a veces en la boca de los niños y de los adolescentes. No sé de dónde se habría sacado el estudiante semejante apreciación, pero –si ya entonces me pareció sorprendentemente lúcida- hoy la admiro como casi profética.

         Quienes dicen creer en el espíritu parece que todo lo fían a esa fuerza que viene de abajo, porque procede de la materia. A la inversa, quienes se proclaman materialistas conocen muy bien la operatividad del pensamiento y de su comunicación, del arte y de las ideas políticas. Tan extraño cruce de papeles lleva a pensar que las convicciones intelectuales no son muy firmes ni a babor ni a estribor. Lo que funciona en la sociedad actual es, sobre todo, el pragmatismo. Cada sector se acomoda en una zona propia y saca el máximo partido de aquello que dispone.

         Una de las convenciones que sustituye a las convicciones es la separación entre lo público y lo privado. Porque, en rigor, contemplamos cada día lo ilusorio de remitir el campo de la economía y los negocios al ámbito privado, mientras que damos por supuesto que la cultura y la pugna ideológica se desarrollan en sector público. Cuando lo que de verdad se produce, en el territorio de lo sistémico o tecnoestructural, es un continuo entreveramiento entre el mercado y el Estado, con la aparente mediación de los medios de comunicación social, dominados a su vez por el dinero, el poder político y los grupos de influencia cultural.

         Necesitamos urgentemente un baño de realidad. La mirada justa de las cosas nos ayudaría, más que cualquier otro recurso, a afrontar con eficacia y justicia los problemas que hoy se nos antojan irresolubles.