Estatuto a contrapelo

Desde los primeros barruntos del derecho se sabe que la costumbre se vuelve ley y que, al mismo tiempo, allí donde hay costumbres razonables se hacen necesarias menos leyes y la política puede ser algo distinto de una inflamación retórica. En las incertidumbres del nuevo proyecto estatutario catalán se aprecia una voluntad de asegurar por la vía de las leyes cuanto se quiso conseguir, en la espejeante “pax” del pujolismo, por la vía de los hechos: una sociedad domesticada y monocorde, controlada por la solicitud bondadosa de la Administración, sometida a las hipertrofias de una política con el mal olor del intervencionismo. En un Estatuto hecho “à rebours”, queda como contrasentido una Cataluña unívoca en una España que ya era plural. En realidad, los usos y costumbres han apoyado más bien los dinamismos de una sociedad abierta, el sí a una realidad bilingüe, el afán diario de la convivencia, el aprecio por el Estatuto actual: que a esto no se le haya hecho demasiado caso es una pequeña hipocresía que sabemos entre todos y una abolladura en la confianza que merece la clase política. La forma tripartita del Gobierno de la Generalidad ha dejado en la práctica una sobrerrepresentatividad de las opciones menos favorables a una valoración positiva de las transferencias osmóticas —inevitables y continuas- entre Cataluña y el conjunto de España. En estas circunstancias sólo medran los bodegueros de Rueda que elaboran espumoso. Había más maña en maniobrar ambiguamente que en pedir, como hoy, lo inaceptable: en los años de Pujol, aquello impidió urgir reformas institucionales al tiempo que, con las ventajas del interés, se pudo contribuir a la gobernabilidad de España en un ciclo de optimismo. He ahí la fundación contractual de todo apoyo: a cambio, Pujol tejía y destejía en Cataluña con cierta opacidad una trama cortijera de un millón de funcionarios resumida en la leyenda “hacer país”. Por parte de la derecha española, ahora como entonces la estrategia es la ficción de la normalidad y el apaciguamiento del dramatismo que otro impulsa. Mejor hubiese valido ser signo de contradicción aunque después nadie se les sentara en la mesa a tomar con ellos el café. En la configuración institucional del Estado, el nuevo Estatuto viene a causar el efecto de un resoplido de elefante a la mitad de una cantata. Ninguna constitución tiene las atribuciones de una divinidad eterna e inmutable y, de paso, tampoco debería tener la virtud de la intangibilidad un Estatuto que aún ha de ser modelado en la herrería del Congreso entre otros motivos porque allí ha de presentarse como un envite final. A estas alturas, sólo queda Maragall de defensor de un Estatuto como reformulación de la concordia hispánica, por más que anuncia el drama algunos días. Otros ven necesario el Estatuto porque ahora hay televisión por cable e internet. La peor descortesía no es discutir sobre financiación sino el solapamiento con que se nos cambia el Estado a los demás. Igual que en las obras urbanas más perversas, antes de la primera piedra hay quien ya medita la ampliación: con el nuevo Estatuto, quedarán todavía los mismos problemas viejos pero ante todo la cobertura legal para avanzar por la ruptura. De ahí que sea necesario pasar la frontera de la ley para que el Estatuto ostente una presunción de santidad: en realidad, el “sancta” de un Estado es la Constitución y si se afirma que ya es de hace treinta años otros podemos decir que sólo llevamos con ella treinta años. Lejos de la equivocidad que permitió a la Constitución —aun en perjuicio de la sintaxis- subsistir con gobiernos de izquierdas y derechas, el Estatuto es un socialismo ya pretérito al que CiU se ha sumado por razones tan banales como no perder ración en el festín. Entender el Estatuto como el producto más acabado del catalanismo —de un movimiento burgués de entraña regeneracionista- llevaría a las peores consideraciones de melancolía histórica. Ahora vivimos otros tiempos y Leire Pajín no es Alfonso Guerra; pese a todo, el viejo león del socialismo hispano insiste en mansedumbre cuando Esquerra llega al Congreso cada miércoles con la intención maleducada de meter el dedo en el ojo a los demás. Ellos vienen de los peores barrios de la política y tienen la querencia de la violencia gestual de la vanguardia: ahí está ese afán de dar siempre la imagen más bárbara de sí mismos. Lejos de los contrapesos de todo pacto, por parte del PSOE se observa siempre una actitud reverencial, con el paladar ya estragado por un poder que quiere a todas horas repetir del mismo plato. En esta coyuntura, confiar en el PSOE se parece a buscar refugio bajo un árbol cuando comienza la tronada. Zapatero siempre dirá que no hay problema o que, en todo caso, él es la solución: hoy por hoy, es inquietante que no dé explicaciones pero quizá resulte más temible que las dé.

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