Europa no era esto

La votación de la Constitución Europea viene determinada por el futuro desaliento de la abstención, por la evaluación de la capacidad de estimular al electorado que muestren los gobiernos y por la pedagogía a la hora de explicar una nueva Europa que va a ser aún más inexplicable. La atención primaria se dirige a calibrar el voto de castigo o de confirmación de cada gobernante en cada país. Es aquí, posiblemente, donde Zapatero se sueña campeón en solitario de una Europa refundada pero escéptica de éxitos mayores, algo agotada en su vuelo, baja de autoestima, sin visible correspondencia entre la magnitud de los planes y la voluntad política de llevarlos a cabo. Muy en último lugar, abstracta en la lejanía, aparece Bruselas ante el votante como un paraíso funcionarial perpetuamente ajeno, camino de convertirse en una Babel inmanejable e ineficiente, movida sólo por su grandiosa inercia, divertida en sus ratos de ocio con el castigo a los fumadores. Un mínimo escrúpulo de conciencia nos impedía pensar que el referéndum de la Constitución Europea fuera más que nada un plebiscito, pues el gobierno español sólo tendría el escaso premio de unas buenas palabras en Bruselas, el reconocimiento de la maleabilidad de nuestra opinión pública y la alabanza de las dotes propagandísticas del partido en el poder, todo a cambio de una irrelevancia sin remedio. La apreciación positiva de la utopía del europeísmo —una utopía con sólido origen mercantil- no puede llevar a la trampa intelectual de considerar tibio a quien descrea de esta Constitución y de esta Europa que se avecinan. Pensar en clave nacional es una necesidad y no una licencia del egoísmo. Aquí y ahora, todo indica que con un “sí” ganaría menos España que el PSOE. Desde los lirismos preliminares hasta el final de su interminable articulado, la Constitución Europea confunde oscuridad con profundidad y reglamentarismo con previsión, cuando un texto jurídico encuentra en la claridad sustancia y controversia. Momificar una constitución en trescientos artículos es una manera de cortar para siempre el nuevo traje de Europa en un momento en el que aún no se le han tomado las medidas: hasta ahora, Europa es un proceso y un crecimiento todavía por cerrar. Lo que importa, naturalmente, es que el traje sea socialdemócrata, de ahí que los más intervencionistas muestren tan acelerado entusiasmo. En todo caso, las constituciones no debieran ser textos programáticos. Ya de puertas adentro, en el rápido desguace de nuestro Estado no parece que ceder más soberanía sea remedio para nada. Antes al contrario, un pequeño emprendedor verá más cortapisas que oportunidades en ser gobernado por su ayuntamiento, su mancomunidad, y su gobierno autónomo, por Zapatero y la entelequia de Bruselas. El europeísmo español, perfectamente explicable, nacido de una minoría pensante, una mayoría acrítica y una actitud agradecida por los fondos bien recibidos y bien administrados, puede tambalearse cuando el ideal no se vea acompañado de la paga. En cuanto a plazos políticos, el tratado de Niza se impulsó para tener mayor recorrido. A veces cunde la sensación de que se quiere duplicar el trabajo y engrosar más los ya voluminosos manuales de Derecho. El peculiar modo de resolver las ambiciones europeas ha consistido en plantear problemas insolubles y metas imposibles para buscarles una solución siempre insatisfactoria pero más o menos hacedera con la herramienta de la negociación. La urgencia constitucional ha de requerir demasiada voluntad para que todo funcione, y aún más para que todo funcione bien. El sostenimiento de estos esfuerzos depende de demasiadas variables en cada país, y blindar la Constitución y enturbiar los procesos decisorios sólo ayuda a rigidificar el sistema. Ni siquiera las modas iban por ahí. Al margen de cuestiones simbólicas, la Constitución Europea se presenta a los incrédulos como una frontera del posibilismo. No se trata de saber si es mejor tener una constitución o no tenerla, pues la Unión ya dispone de un entramado jurídico suficientemente nutrido y el tratado no es, en sentido estricto, una constitución. Se trata más bien de saber si con esta constitución o pese a esta constitución, es viable una Europa fiel a los éxitos liberales que supuso el mercado común. Desdeñada la opción de una saludable purga, un paso positivo sería apartarse del lirismo desiderativo y optar por el realismo, reconocer en Europa una unión más mercantil y cultural que —por el momento- política, y proceder a una cura de ortodoxia parlamentaria, comunicación, transparencia y cercanía. Lo que no sea urgir a la competitividad económica, armonizar la política exterior, reforzar el vínculo trasatlántico y crecer en defensa común, será una logomaquia vana y seguramente perjudicial y, desde luego, un momento muy bajo del genio político, un síntoma de decadencia con inquietantes paralelismos en otros ámbitos.

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