Expender libros

Informaba este miércoles ECD del interés que han mostrado distintos inversores nacionales e internacionales por las máquinas expendedoras de libros que desde 2007 comercializa la empresa española Vending Books. Según se deduce de la facturación realizada, 85.000 euros con once unidades en doce meses, el negocio marcha bastante bien. Las claves de su éxito parecen ser la selección de títulos según criterios claramente comerciales –en el sitio web de la compañía hay un apartado para sugerencias, y uno se pregunta: ¿sería atendida una demanda masiva de poesía goliardesca en latín, tras una convocatoria a tal efecto en Facebook para que se sumara un buen puñado de subversivos literarios?–, y por otro lado un emplazamiento estratégico de los puntos de venta en zonas de paso, es decir, estaciones y salas de espera.

Está bien pensado que donde haya tiempo que matar se ofrezcan las armas adecuadas. La ociosidad es un semillero de apetitos inopinados, y suele suceder que quien aguarda no se conforme con abandonarse solamente a las delicias de la introspección, sino que con la percepción de guardia –entiéndase como todo lo contrario que con la percepción en guardia – responda involuntariamente a los estímulos más diversos, a veces también más primarios: quedarse mirando embobado la filigrana de un vestido, mover el pie al ritmo de una música lejana, acercarse con automatismo a la máquina de enfrente, introducir unas monedas y comer algo sin hambre, por aquello de pasar el rato.

Es esa satisfacción de una urgencia casi instintiva que ofrecen las expendedoras la que lleva a oponerles ciertos reparos conceptuales. No tanto porque al final sean siempre los mismos quienes se repartan el negocio, los Larsson de hoy y los Follet de siempre –pues eso ocurre igualmente en las librerías–, ni porque se despersonalice aún más todo el proceso de la venta, pues ya al menos desde Warhol tenemos asumido que la cultura en todas sus manifestaciones no es sino un producto mercantil, y por lo demás aún cabe que la máquina profiera un cálido aunque lacónico: «Su ejemplar, gracias». Tampoco porque pueda atascarse el libro entre el resorte y el cristal, y haya que darle empellones para que termine de caer. El problema de fondo es que terminemos emparentando, aunque solo sea a un nivel inconsciente y por mor del modo de acceso a ambas, la literatura con una bolsa de Lacasitos.

 
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