Fellini o la ‘stravaganza’

A todas las artes se les presupone un cierto manierismo –más allá de la corriente conocida como tal–, porque no operan con la realidad fidedigna, sino con su representación. Aunque la realidad sea una, sin embargo no es uniforme ni unívoca. Por eso la Historia Universal del Arte se corresponde con el despliegue en el tiempo de perspectivas y lenguajes múltiples que cifran el mundo en paralelo al mundo. Y cuando un lenguaje determinado adquiere contorno y entidad, se imbrica con el referente de tal modo que ambos se vuelven inextricables. La maniera que subyace –el hacedor al fondo– se vuelve sustancial y explícita: los resortes de la representación adquieren tanta importancia como la representación misma.

Aplicado lo dicho al séptimo arte, estaríamos ante el llamado cine de autor. Federico Fellini saturó de sí mismo sus películas; tanto, que dio lugar al marbete de lo felliniano. Tras su paso fugaz por el neorrealismo de la calle esteparia y la luz hambrienta –Italia postrada del dopoguerra–, decidió internarse por los laberintos de su fantasía. Entonces abandonó el rodaje al aire libre por los decorados megalómanos de Cinecittà, o lo que es lo mismo, sustituyó el documento por la introspección. Lo felliniano es eso precisamente, la apoteosis del artificio, el caleidoscopio manierista que refracta un rayo mortecino de luz callejera para transformarlo en girándula multicolor, en farándula tumultuosa. El celuloide como lienzo para el trampantojo, para la gran mentira. Fellini, en este sentido, gustaba de referirse al «cine mendacidad». Pero es que ese engaño desmadrado y continuo de sus filmes representa nada menos que la clave existencial suya y quizá nuestra.

La vida verdadera es la de los sueños, se dice en El jeque blanco. Fellini vertió los suyos en guiones marcados por situaciones desaforadas y excéntricos personajes. Se dedicó a observar la vida a través de sus desdoblamientos: el teatro, el circo, el carnaval, el propio cine, la memoria, el magma onírico bullendo por debajo. Gran narcisista, encontró su álter ego interpretativo en Marcello Mastroianni, y el compositor Nino Rota supo aderezar las obras del maestro con partituras que parecían nacer espontáneas y evidentes de las imágenes mismas. Un motivo reiterado en la filmografía de Fellini es la playa solitaria, que él recordaba de su Rímini natal. Queda la obra del propio Fellini como playa desde donde oteamos el mar sin orillas de sus sueños, una infinita, rumorosa y bullente stravaganza.

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