¿Qué tiene Gallardón contra Madrid?

Que Madrid pueda sobrevivir a una legislatura de Gallardón es algo que sorprende cuando otras ciudades se extinguieron sólo por terremotos o golpes de mar, lluvias de azufre y fuego, plagas abominables o cualquier otro avatar maléfico. En los turbios amaneceres de este otoño conducimos por la M-30 como por un paisaje posthumano, donde las grúas cantan en lo alto su poema futurista ante la sencilla belleza de los puentes que alzó Herrera. Cualquier día Detecsa ha de volarlos y no será un error. Por ahí avanzamos con el coche, actores de un videojuego enloquecido frecuentemente mortal, custodios de un pequeño sueño arcádico de civilización y paz en la tierra ajeno a esta aspereza, con la única redención de Radio Clásica entre dos circunvalaciones mal señaladas. La realidad es que en cualquier desvío nos espera una banda de latin kings armados con cadenas, o damos por error en un suburbio que se vuelve un poblado marginal, y los drogadictos nos miran ya entre las chabolas, con los ojos huidos, desde el otro lado de la muerte. Incluso en una delimitación civilizatoria tan precisa como el barrio de Salamanca se aparcan las máquinas de asfaltar junto a las tiendas de los anticuarios, las galerías, los restaurantes. Entre balizamientos estacionan sin ley los coches y todo parece la representación de Kandahar en un mal día. Se trata también de la reinvención keynesiana de la ciudad: falanges de señores con impermeable que desordenan el tráfico, trabajadores de la multa a los que sin embargo nadie pega, empresarios del sector de las demoliciones que en estos años pródigos ya se han comprado un todoterreno deportivo y un chalé. Todo lo pagamos entre todos, aunque el alcalde tampoco se ha detenido en explicar su alcance visionario. Es un presente de dureza para un futuro carísimo e incierto. Con su postulado de que gobernar es cambiar la vida de los ciudadanos, no es una inocencia preguntarse por qué el alcalde milita en un partido liberal. Ahora tiene Madrid la mayor tuneladora del mundo, una exageración de la estadística que tal vez iguale la vanidad de Gallardón. Pronto tendremos también el corolario del mayor túnel urbano de Europa, con la duda de si los madrileños merecían esta catarsis excesiva. Algunos lo han resumido mejor: ¿qué tiene Gallardón contra Madrid? De momento, la constatación es que al pasear se hace inevitable pensar a cada minuto en Gallardón. En un ensayo recreativo sobre las canciones napolitanas, Julio Caro Baroja habla del tiempo pasado y feliz en que cada ciudad tenía en sus calles la música que le era propia. Así se entienden las napolitanas más sentidas como una emanación de la ciudad, las palabras musicales que alguien canta por patios y ventanas. En Madrid se da la intervención académica de los maestros de la zarzuela, como un híbrido que confunde realidad y tipismo en algo delimitado y genuino. También Boccherini y Shostakovich escucharon y plasmaron cultamente la música nocturna y biensonante del Madrid de otros siglos. Hoy escuchamos más bien la percusión de los martillos neumáticos y meditamos sus implicaciones en el auge del hip-hop. Todas las culpas son de un alcalde que, por justicias de la ironía, es melómano.

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