Garambainas luminosas

En Madrid ya relumbran las luces navideñas. ¿Navideñas? Deben de serlo, por deducción. La concejalía de las Artes ha encargado diversos proyectos de engalanamiento viario donde el prístino sentido de estas fechas brilla —y brilla mucho— por su ausencia. Es lo que tiene el recurrir a una iluminación “de autor”: que el autor acaba celebrándose a sí mismo. De todos, el montaje más discutido es el de la artista austriaca Eva Lootz en el paseo de Recoletos. Su aporte al espíritu navideño consiste en una retahíla de palabras inconexas que, según leo en la prensa, busca con su acumulación «el efecto de una mies acariciada por el viento». No sé si la idílica imagen pertenece a la propia diseñadora o si es producto de la retórica del ripio tan cara a nuestro alcalde. En cualquier caso, y aunque la mies sea mucha y pocos los elegidos, no se ve clara la relación con la Navidad. A lo peor es que ni la busca.

Por la calle de Alcalá, entre Independencia y la Cibeles, campea la palabra «paz» en distintos idiomas, lo que puede constituir una adhesión tácita a la alianza de civilizaciones que preconizan nuestros gobernantes. En la Gran Vía y otras calles —leo— cuelgan «motivos a modo de neblina luminosa» (sic) y por encima de la plaza de Chueca se ha situado un «cielo horizontal de confeti de colores» (sic otra vez). Todo muy acendrado, muy de diseño, muy moderno y muy laico. Celebramos algo: nos llegan los ecos, desoímos la voz.

Esa voz —guste o no guste, interpele o no a cada cual— narra un acontecimiento que ocurrió dos milenios atrás en un establo de Belén y es la venida de Dios al mundo para redimirnos. Insisto, se puede creer o no creer en la verdad de este hecho extraordinario, pero quien no lo haga deberá admitir al menos un par de realidades incontestables: que ese alumbramiento parte la Historia en dos, de modo que en nuestra cultura fechamos cualquier suceso antes o después de Cristo, y que la palabra «Navidad», por mucho que se desemantice, significa natividad, nacimiento. El cómputo temporal y la etimología nos atrapan.

Sin embargo, cada vez hallamos menos referencias a la realidad originaria de todo este tinglado lumínico. Si perdemos de vista el objeto de la celebración, entonces la mies acariciada por el viento, la neblina luminosa y el cielo horizontal de confeti de colores se convierten en escenografía vistosa para el fiestón del solipsismo. Es decir, en una chorrada autocomplaciente. Suele ocurrir que cuando quiere erradicarse de la sociedad lo que se considera rancio, acaba cayéndose en lo hortera. Menudo avance.

 
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