Ir o no ir de “afterwork”

“Sí”, “no”, “pan”, “sed”: casi todas las palabras esenciales son monosilábicas, por lo que no es de extrañar que la palabra “bar” también lo sea. Al hombre le quedó encomendada la tarea divina de dar nombre a las cosas, pero esa es una facultad muy degradada cuando, de pronto, vemos que nuestro bar de toda la vida se ha convertido en un “afterwork”, es decir, en uno de esos sitios en los que se parte de la base de que el gin-tonic ideal consiste en mezclar la ginebra más rara posible con los aditamentos más raros posibles.

“Pídeme algo que me tumbe”: a las ocho de la tarde, uno se toma una copa con palitos de canela, perdigones de enebro y tirabuzones de cáscara de limón y no sabe que está reproduciendo en su vida un cuento moral: aquel que representaban los viejos grabados, según el cual el camino del vicio y del desastre es amplio, ameno, fácil, seductor; por contraste con ese camino de la virtud que nos aleja del bar llevándonos a casa y que no por azar es empinado y pedregoso. En el fondo, es la constatación antropológica de que el hombre no está hecho para tomar una sola copa: menos en días como estos en que retumban mil primaveras y eso que Rilke llamaba “el dios fluvial de la sangre”.

Al margen de rellenar páginas de revistas irritantes, el “afterwork” nos llevaba a pensar en la acepción del Londres más feliz, esa ciudad ávida que, al caer la tarde, terminada la sesión en el Parlamento, detenido por unas horas el martilleo de las cotizaciones, se entrega a su avidez y ve cómo sus pubs se llenan de gentes en el mítico gesto de aflojarse la corbata. Se trata de calmar una sed primordial, casi anterior a la especie; de abandonar el maratón de la productividad, el revestimiento del ego profesional, aunque –curiosamente- luego casi siempre se habla de trabajo.

El “afterwork” es propio de la figura del hipersoltero, ese ser de treinta y pocos años que compensará las tres copas con una hora más de gym, con un sueldo que le permite pagarse corbatas de Scalpers y trajes de media-medida y que no tiene ninguna obligación razonable para volver a casa antes de las diez. Alguien, en definitiva, que en horas de oficina es una Blackberry con apariencia humana y que, al salir, se puede dejar llevar por esos bebedizos artúricos de la nueva coctelería. Seguramente hay un filón de gran humanidad en el hecho de que, al salir de la auditora –un edificio inteligente, enmoquetado en poliéster- lo que apetezca sea un plato de pasta de la “mamma”. Es el privilegio –el lujo, el logro humano- de la civilización urbana, por el cual sentarse a cenar algo tocado de copas es de las grandes diversiones de la vida. Quizá en España el “afterwork” responda también a una pasión nacional: estar fuera de casa.

Existe también la venganza del afterwork, que se cumple cuando, en términos figurados, uno pasa del afterwork al afterhours, gasta como si estuviera casando a una hija, coge la cuenta con gesto napoleónico, asedia los cajeros automáticos y llega a descubrir ese momento poético en que Venus luce en el cielo y toda la ciudad comienza a irradiar un profundo olor a churros. All’alba vincerò. A veces, sin embargo, compensa más quedarse en casa y entregarse al dulce oficio de oír caer la lluvia.

Vídeo del día

Al menos 16 muertos en el incendio de
un centro comercial en China