Juegos de mesa

La crisis económica es tentacular, y repercute en asuntos dispares que van desde la renuncia al satinado de la caja de leche por parte de Mercadona para abaratar el producto, hasta el aumento de ventas que vienen registrando últimamente los juegos de mesa como forma de ocio asequible en tiempo de estrechez. Este resurgir un poco a la fuerza del homo ludens es beneficioso porque, dadas las circunstancias nada favorables en que se produce, fomenta la socialización en detrimento del desánimo que podría atomizar las voluntades. Es cierto que el juego es juego, y que la victoria o la derrota cosechadas no traspasan sus límites joviales, pero bien mirado no sólo sirve para pasar el rato, sino que al cabo ofrece además su poco de bien humorada catarsis.

Y quiero referirme aquí sobre todo a los juegos de mesa con tablero y para varios participantes, que son los que más pueden prestarse a la hilaridad. Además del efecto siempre terapéutico de la risa, las reglas de la mayoría de estos juegos suelen basarse en la combinación –con dosis variables, según los casos– de azar y demostración de habilidades concretas: como en la vida misma. La gran ventaja de esta dualidad sistémica es que ofrece un gran argumento de descargo de conciencia para el perdedor. Este siempre podrá achacar su fracaso al capricho de los dados, que no le han favorecido, y a la vez minimizar el mérito de quien ha vencido seguramente por lo contrario, porque le ha sonreído la fortuna veleidosa. En la vida real nadie suele conocer al contrincante hasta el extremo de saber con certeza absoluta, como la que se tiene en una partida que se sigue de principio a fin, que sí, que ese rival objetivamente merece estar por encima de uno: sin tretas no hay paraíso.

Con todo, está el jugador que no encuentra suficiente el gran argumento exculpatorio de la suerte adversa, que concede importancia al otro elemento del binomio –las habilidades requeridas–, y tiene eso que se denomina «mal perder». Es propio de quien conoce sus limitaciones, y piensa que sus conocimientos son demasiado precarios para los juegos de cultura general, que sus operaciones son ruinosas en los juegos de compraventa de propiedades, que sus campañas son temerarias y fallidas en los juegos de estrategia, que acaso peque de cortedad en los juegos de ingenio… Para casos tales, donde puede naufragar la catarsis de lo lúdico, el refranero nos asiste con ese maravilloso dicho, de cumplimiento nunca demostrado pero de notable consuelo práctico, que alivia al desafortunado en el juego con la expectativa de ganancias mucho más dulces.

 
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