Memoria histórica comparada

La revisión de pasados conflictivos pone en marcha inevitablemente, según el enfoque desde el que se emprenda, la dinámica de los opuestos erigidos en axiomas: memoria subjetiva frente a historia ya asentada, reconciliación frente a revancha, cicatrización frente a reapertura de viejas heridas, oportunidad indiscutible frente a craso oportunismo. La ley aprobada por la Comisión Constitucional del Congreso, pendiente sólo de que se ratifique en pleno, ha dispersado los consensos y ha traído como lastre una –como mínimo– plúmbea controversia en torno a sucesos que pensábamos superados, a injusticias que creíamos reparadas, a divisiones antañonas que considerábamos, equivocadamente, extintas.

Una de las disposiciones más discutidas de la ley es la que se refiere a la retirada de símbolos que hacen referencia al bando nacional durante la guerra civil o al régimen de Franco. Argumento muy recurrente al respecto, esgrimido el otro día por Llamazares en televisión, es que Alemania no tiene calles dedicadas a Goebbels, por ejemplo. Es verdad. De la dictadura nacionalsocialista se borró cualquier rastro visible porque lo contrario hubiese repugnado a la razón: el flujo de catástrofes desatadas por su culpa –odios, invasiones, holocausto– acabó además, como efecto de una cruel justicia poética, refluyendo en sus ciudades, ruinas humeantes al final de una contienda que en ellas se gestó.

Pero ya que se pone como ejemplo aquel país, factoría de horrores y ciénaga en que chapotearon todos los totalitarismos –lo mismo que ocurrió en España durante el experimento de guerra mundial a pequeña escala que se libró en nuestro suelo–, no conviene olvidar la otra dictadura, la comunista. No sé si quedan calles dedicadas a sus jerarcas, pero me consta que en Alemania sí hay vestigios monumentales –en su doble sentido: conmemorativos y enormes– de la RDA, un Estado dictatorial que torturó y ejecutó con el silencio cómplice de muchos. Puede que se retiraran las estatuas de Lenin, pero ahí sigue, presidiendo la plaza más grande de Chemnitz, en el estado de Sajonia, el busto imponente de Karl Marx, cuarenta toneladas de bronce tras el que campea en un edificio quinquenialoide el llamamiento Proletarier aller Länder, vereinigt euch!

Podrá decirse que no son casos equiparables, que Marx no firmó de su puño y letra sentencias de muerte, que su doctrina tenía un fondo benévolo, que los contextos son diferentes... La esencia de lo que nos ocupa es la misma. Tanto el régimen del 18 de julio como el del 7 de octubre –día en que se instituyó la RDA, el año 1949– se fundamentaron en la persecución del disidente y en el rechazo del procedimiento democrático, por mucho que lo apellidaran respectivamente como corporativo o popular. La cuestión es que, si en Alemania han sido capaces de asimilar la historia y no hacer sangre de nuevo por unos símbolos que el tiempo ha vuelto sólo testimoniales, cuando en principio eran exaltadores, ¿no tendremos alguna conclusión pendiente?

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