Navidad, a pesar de todo

Está el cielo más negro que nunca. Hielo, humedad, algo brilla en el suelo en cualquier esquina. Hay luces rojas, blancas, naranjas, azules y amarillas. Vaho en los cristales de las cafeterías. De alguna tienda cercana llegan unos villancicos lentos, sentidos, tan tristes como felices. A los niños les brillan los ojos. A los ancianos también. El motivo es diferente. Unos sueñan con lo que van a vivir y los otros dan gracias a Dios por todo lo vivido. Se acumulan las bolsas de comercios, las ilusiones, las sorpresas, las emociones. Se agolpan las muchedumbres y se pasean los mejores vestidos de gala. Los abrazos sea dan de verdad, y las manos se estrechan con fuerza y sinceridad. En los bares los amigos no paran de alzar sus copas de champán para desearse lo mejor. En las iglesias los fieles dan gracias a Dios, un año más, un siglo más, por haberse hecho Niño, por haberse quedado así entre nosotros. Al fin y al cabo, eso es la Navidad. Todo lo demás no son más que símbolos y expresiones de felicidad derivadas del nacimiento de un niño en Belén. Un niño que resultó ser Niño.

En las calles hay paseantes para todos los gustos. Se distinguen de lejos las miradas de felicidad, de quienes vienen de hacer alguna obra de caridad, que son muchos. Ocultan una tímida sonrisa serena. Un brillo interior. Una luz. Con las calles de España llenas de mendigos, de nuevos pobres, de pequeñas tragedias, la caridad es obligatoria. Una moneda, algo de comer, una felicitación navideña, un gesto de cariño significan poco para muchos de nosotros, pero significan todo para quien lo recibe. Pueden hacer que su tragedia se vuelva una fiesta por unas horas. Nunca olvidarán esta Navidad.

Varios alcaldes se están empeñando en hacer de la Navidad una fiesta sin sentido. Los políticos siempre dando la nota. Menos mal que los ciudadanos que los votamos tenemos balcones para colgar lo que nos de la gana. Si la Navidad no es cristiana no es exactamente Navidad. Será “serpiente”, “envío”, “lanza”, “torrija”, “canuto”, “cisterna”, “cuchara”, “cuerno”, “cansino”, o “tierno” –como aquellas luces del alcalde de Madrid- pero no será Navidad. Al fin y al cabo, nadie con sentido común celebra por todo lo alto el solsticio de invierno. Celebrar el solsticio de invierno es como celebrar con entusiasmo cada aniversario de la invención de la maquinilla de afeitar. El aparato lanzado en los años 30 por el norteamericano Jacob Schick es sin duda un gran invento, pero cualquier festejo de su onomástica, fuera del hogar de los Schick, carece de sentido. Celebramos la Navidad, que es una entrañable tradición cristiana que nos recuerda el día en que Dios se hizo hombre y nació en Belén. No es imprescindible tener fe para celebrar la Navidad. La celebración de este nacimiento es sinónimo de bien, paz, amor, y buenos deseos. Por eso no es necesario ser cristiano para respetar, alinearse y sentirse partícipe de los sentimientos navideños. Sustituir al Niño Jesús por un muñeco de nieve es una bobada sin sentido, una broma de mal gusto. Pedir la retirada de un belén o eliminar cualquier motivo cristiano en la iluminación de las calles es una majadería sólo al alcance de unos pocos sectarios. Pero esos pocos sectarios deben estar todos metidos en los ayuntamientos de toda España.

Ni siquiera prohibiendo la Navidad en toda la tierra dejaría de ser Navidad. Ni siquiera en los corazones más oscuros, en las almas más grises, en los hombres más llenos de odio, deja de brillar la estrella de Belén. Afortunadamente los hombres somos diferentes unos de otros. Sin embargo, ni la más grande de nuestras diferencias puede distanciarnos en Navidad, porque el nacimiento de Dios, de alguna forma, nos hace iguales. Por eso resulta especialmente conmovedor volver los ojos hacia los que sufren. Personas que quizá hasta antes de ayer eran lo mismo que nosotros. Con su familia, sus amistades, su trabajo, sus sueños, sus aspiraciones. De pronto, una mala racha, un descuido, una fatalidad, y de un plumazo, todo al pozo del olvido. Y después, el dolor, la pobreza, la necesidad, la humillación y la soledad. La Navidad significa que ese dolor, esa pobreza, esa necesidad y esa humillación es también cosa nuestra. Esa soledad es también nuestra. Es nuestro problema. Es nuestra responsabilidad que esta Navidad lo sea para todos. Eso fue lo que vino a decir Jesús, al que algunos pretender inútilmente borrar del mapa. Me temo que no han aprendido nada después de tantos siglos de sectarismo infructuoso. El cristianismo sigue devolviendo amor por cada bofetada. Sigue repartiendo felicidad, incluso en la más triste y sectaria de las Nochebuenas.

Por eso me acuerdo ahora de manera especial de todos aquellos que prohíben los belenes. Me acuerdo hoy también de los que obligan a eliminar los símbolos religiosos de la decoración navideña. Hay que ser muy infeliz para intentar apagar la luz cálida del portal de Belén, borrar sus estrellas, campanas y ángeles, y sustituirlos por nieve de protección oficial, papel de regalo, montañas heladas y frío. Hay que ser muy iluso para creer que una pequeña autoridad de un remoto lugar de la tierra, con sus ridículos poderes pasajeros y relativos, puede apagar la luz, la alegría y la esperanza que tantos millones de almas han depositado en la Navidad a lo largo de la historia.

Vídeo del día

Detenido en Nerja un prófugo escocés
cuando practicaba calistenia