Obama y tú

Obama, Obama, Obama. Tres veces me he puesto a escribir sobre temas diferentes y tres, sin pretenderlo, me ha salido la misma palabra. Obama. La patología es grave. Si cierro los ojos veo su rostro. Si hay silencio, escucho su voz cantando el “po-de-mos” de la Eurocopa. Y en el quiosco me ha parecido verlo hasta en la portada de los diarios deportivos, aunque esto puede que no sea una alucinación. Su figura, inflada hasta el empacho por los histéricos medios de comunicación europeos, me persigue. Y con él, veo a las muchedumbres con banderitas. Unos levantan banderas estadounidenses y carteles de Obama. Otros agitan banderas mexicanas y Cartales de Obama. Otros lanzan panfletos islámicos y carteles de Obama. Otros levantan pancartas antiglobalización y carteles de Obama. En Valdecornillo, los vecinos gritan exaltados contra la ordenanza municipal que prohíbe la fabricación del Queso Valdecornillo y elevan lienzos con caricaturas del alcalde y carteles de Obama. Todos creen que Obama es el bien. Su bien. La solución. Su solución. Cualquier europeo, de derechas, de izquierdas, de arriba o de abajo, cree que Obama está con él y con sus reivindicaciones y creencias. Sean las que sean. Todos alimentan el mito. Pero un mito que es imposible.

No es posible que Obama sea bueno y malo a la vez. Ni que contente igual al alcalde de Valdecornillo que a los vecinos enfadados. No es posible que Obama sea abortista y antiabortista al mismo tiempo. Ni que sea el ídolo de los que crean el problema y de los que traen la solución. No puede ser todo y nada a la vez y, al tiempo, compartir nuestra condición humana. Algo falla. Lo que sucede es que Obama aún no existe. Hasta ahora no ha sido más –ni menos- que una sucesión de discursos más o menos brillantes. Un icono electoral. Algo así como una réplica de cartón que en Europa todo progre y todo acomplejado de derechas ha querido situar en su fiesta, en su manifestación, en su casa. Para estar con “los buenos”.

Anteayer debió haber mucho ruido en el Starbucks donde el joven Favreau le escribe esos discursos tan celebrados a Obama. Porque la verdad es que el de su toma de posesión no fue el gran discurso que se esperaba. Ayer Obama siguió siendo ese gigantesco muñeco de cartón que vuela en manos de quienes se ilusionan de la palabra “cambio”, aunque nadie les haya concretado en qué dirección soplarán los nuevos vientos. Ya es una tradición universal que la izquierda engatuse a sus bases con la palabra “cambio”, mientras la derecha se empeña estúpidamente en que los ciudadanos comprendan la totalidad de los secretos de la economía en dos mítines. “Cambio”, “nuevos tiempos”, “nueva era”, repitió ayer Obama una y otra vez. Palabras vacías arrojadas al futuro hipotético, que cuando trató de llenarlas con atisbos de hechos y planes reales ya no sonaron tan nuevas.

Al final, sólo sus acciones harán de él algo mejor que un gran candidato y estratega político. De momento la clase política española puede seguir de fiesta, celebrando sobre todo que jamás seremos los Estados Unidos. Y no por Obama, sino por lo que tuvo en frente en su toma de posesión. Las masas, las banderas, la democracia, la unidad. Nada parecido a España. Por lo demás, para los comentaristas españoles y europeos más conservadores: no me parece serio celebrar que Obama haya condenado duramente el terrorismo. No entiendo qué es exactamente lo que esperaban que dijese. ¿”Mando un abrazo a Bin Laden que me estará viendo desde las cavernas…”? ¿”Terroristas del mundo, ¡pactemos!”? Hombre, no fastidien. Es un presidente de izquierdas, sí, pero de Estados Unidos, no de Venezuela. Por suerte, aún hay sitios donde el relativismo moral –y total- tiene nítidas fronteras.

Ardo ahora en deseos de ver cómo se esfuma el icono electoral de Obama y se disipa el aroma de su discurso de campaña, más sentimental que intelectual, para poder conocer por fin al nuevo presidente de los Estados Unidos. Un país que ayer volvió a demostrar que es, eso, un país. No todos podemos decir lo mismo.

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