Políticos teatreros

Nadie espera que los “servidores públicos” servidores de sí mismos tengan los recursos interpretativos de Laurence Olivier, Marlon Brando, Peter O’Toole, Robert de Niro o Meryl Streep. Pero de ahí a desenvolverse como un empleado de banca del Far West con manguitos y visera, tal cual le sucede a Rajoy, el burócrata oficinista, o empeñarse en embutirse la chaqueta con la percha dentro, tal cual le ocurre a Zetapé, el relativista inane circunflexo…, media un desfiladero abisal.

El líder opositante del PP se ofusca en seguir siendo registrador de la propiedad, y si acaso en emular el movimiento de ojos de Marujita Díaz en La casta Susana; y el presidente del Gobierno le tiene una querencia enigmática a los dependientes de El Corte Inglés, que debería de hacérsela mirar aunque fuera por un tarotista del Retiro o una gitana de Ventas. Si fueran futbolistas del Madrí, doy por hecho que no le venderían una camiseta ni a Tonín El Torero. ¡Cuánto soseras! ¡Ni para figurantes de los de la pica en una peli de romanos!

Felipe no era precisamente Winston Churchill -¡Más quisiera!-, pero tenía más mala leche en el cuerpo a cuerpo parlamentario que una hiena de El Rey León; y las americanas de pana con coderas de proleta le sentaban casi tan bien –antes de enrrollizarse- como a Tony D’Amato (Al Pacino) en Any Given Sunday (Un domingo cualquiera).

Tan contraproducente es ser un tronco como Sylvester Stallone (superado hasta por el hierático Aznar -¡Otra alegría de la huerta!- en tableta abdominal), como tener un repertorio gestual espasmódico tal cual el conductor de La vuelta al mundo de Veo7, cuyos ademanes mecanicistas –que parecen estar pidiendo a gritos una valeriana- devalúan sus juicios de valor, las más de las veces ponderados.

Obama no es precisamente Denzel Whashington en American Gangster de Ridley Scott; ni Bill Clinton Charlton Heston en El planeta de los simios. Pero a uno y a otro sus asesores teatrales le han explicado, so pena de resultar cargantes y hasta inclusive hirientes, cómo se tienen que desenvolver en público (pues Clinton ya sabe él sólo cómo ingeniárselas en privado -¡Artista!-) para sacar partido a sus recursos melodramáticos: desde cómo tienen que modular la voz sin engolarla como un tenor aficionado o aflautarla como Llongueras, hasta cuál es el árbol de entonación más adecuado al que tienen que recurrir dependiendo de la situación, pasando por concienciarles acerca del valor que tienen los silencios en una vida como la nuestra tan llena de palabras huecas.

Tampoco es cuestión de matricularse en un curso por correspondencia en el Actor’s Studio para asimilar por la vía exprés el método Stanislavski de la mano sabia de Lee Strasberg. Pero no estaría de más que interiorizaran de una vez por todas antes de perder las próximas elecciones que el hemiciclo del Congreso o el cementerio de los mamuts del Senado se parece más a un circo decadente o mismamente al escenario inquietante del Teatro María Guerrero, que al púlpito de la Almudena, al mercado callejero dominical de Hortaleza, o a una barraca de cañas y barro de Blasco Ibáñez.

La puesta en escena es tan mediocre como el contenido de las intervenciones. No valen ni para actores amateur de un grupo de teatro de aficionados representando el Auto de los Reyes Magos. Y si a semejante hándicap le sumamos la insipidez de los textos que les escriben sus respectivos “negros” (tan atiborrados de tópicos y ñoñerías predecibles como las alocuciones borbónicas), el resultado de las performances es tan desalentador como el incierto futuro que nos aguarda a quienes asistimos, perplejos, a la representación, desde el patio de butacas de la Spanish Comédie.

Claro que con la que está cayendo en las oficinas del INEM, lo mismo que les aconsejo que se apunten a la Real Escuela de Arte Dramático, les sugiero que dejen el encargo para después, pues no está el país para cuentos sino para echar cuentas de lo que nos va a costar su manifiesta incompetencia y su inadmisible irresponsabilidad.

 
Comentarios