Tedio

El mejor sitio para escribir una columna de opinión es un bar, de la misma forma que el mejor lugar para hacer una crónica de guerra es en pleno combate, con la nariz pegada a tierra y las balas silbando sobre la cabeza. No estoy tan seguro de que el mejor sitio para hacer una crónica de un concierto sea el foso que hay junto al escenario. Las mejores crónicas que he firmado son aquellas que redacté desde casa porque esa noche tenía demasiado dolor de cabeza como para aguantar el ruido de un concierto de rock.

Muchos grandes autores escribieron sus mejores pasajes desde el anonimato de cualquier cafetería. Pero esa mirada perdida y el temblor en la pluma terminaron por convertir su práctica diaria en una actividad de riesgo. Antaño un escritor visiblemente inspirado se convertía en el centro de atención de la cafetería. No hay nada peor que escribir bajo la presión de unos cuantos pares de ojos curiosos.

Antes creía que sólo los escritores más o menos anónimos podían buscar la inspiración en el humo de cualquier bar perdido en la ciudad. Ahora las cosas han cambiado. Los bares tienen conexión gratuita a Internet y la mayoría de los escritores jóvenes vagan por la vida amarrados a un ordenador portátil. Tal vez no empleen el diccionario, ni hayan leído demasiado a los clásicos, pero manejan el ordenador con una soltura tal, que desde lejos en cualquier bar nadie sabría distinguir si se trata de un escritor o de un científico de la NASA enviando señales a un satélite. El portátil ha devuelto al anonimato al escritor y no saben cuánto me alegro.

En un país como éste, vivir alejado de lo que bulle en los bares es vivir en una nube. Algo que por otra parte hacen la mayoría de los novelistas. Incluso los que buscan la inspiración en tabernas. El escritor, como el periodista en la guerra, desearía a veces ser invisible al resto del mundo, para poder observar sin ser observado, para escuchar sin resultar molesto. Cada gran novela tiene un poco de todas las conversaciones que su autor ha escuchado a lo largo de su vida. Un personaje, una historia, una frase. Cualquier situación cotidiana alimenta más la imaginación de un autor que diez horas frente a la televisión, que es un electrodoméstico frente al que jamás debería sentarse un escritor decente, salvo para apedrearlo y poder relatar la explosión en cualquier novela futura. Al fin y al cabo el escritor experimenta frecuentemente con los objetos de su entorno y con la sociedad, de forma muy parecida a como lo hace el científico con las ratas. La diferencia es que el científico busca generalmente una vacuna o algún progreso para la ciencia, mientras que el escritor busca reconocimiento y progreso para sus ahorros. Especialmente lo segundo. La mayoría de mis amigos escritores cambiarían todo el reconocimiento del mundo por un cero más en la nómina. Los que no son escritores, también.

Los articulistas somos, a nuestra manera, cronistas de guerra. Aplaudir a los buenos y silbar a los malos es el paso previo a exponerse a una lluvia de balas y flores. Un chaparrón en el que nunca llegas a ver las flores y casi siempre ves demasiado cerca las balas. El bar es un buen sitio para camuflarse en la tormenta, y para alejarse del peor enemigo de esta guerra. El tedio. El tedio es, sin lugar a dudas, el peor enemigo del articulista.

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