Tráfico en Cataluña y Galicia

O sea que si está usted en Manresa, en Reus, o en Vic, y debe echarse con urgencia a la carretera para ir hasta Barcelona, salvo que domine el catalán, ya puede armarse de paciencia y rezar para que todo vaya bien en el trayecto. Si trata de asomarse a través de Internet a los servicios informativos de la Generalitat de Montilla para conocer el estado de la circulación y elegir la mejor ruta, sólo será convenientemente advertido si disfruta de su condición de catalanohablante. Porque los accidentes de tráfico, las calles cortadas, las obras, las condiciones meteorológicas adversas sólo se le notificarán en catalán. Los demás, que se busquen la vida, que se queden en casa, o que se coman el atasco.

En el caso de que sea usted un turista de Cuenca, de Nueva York, o de París que atraviesa Cataluña en su vehículo, tendrá que tragarse los atascos que los catalanohablantes evitan, atravesar temporales jugándose el pellejo, o dejarse los dientes contra otro coche accidentado, porque en España nadie va a informarle en español de estas eventualidades. Los turistas alemanes, especialmente sensibles a esta ilustre lengua pervertida desde hace años por analfabetos con coche oficial, están especialmente satisfechos con el servicio. Ahora además de aprender español para tomarse una cervecita tranquila en la ciudad condal, también deberán dominar el catalán. Incluso si deciden tomarse doscientas cervecitas y acudir de madrugada a cantarle corridos mexicanos al balcón del consejero de Interior de la Generalitat, en agradecimiento por el servicio de alertas de tráfico, deberán dominar la lengua catalana para discutir con los agentes del orden la procedencia o no de su improvisado festín reivindicativo.

Todo esto me resulta familiar. Es como si ya lo hubiera visto en algún pliego de la parte más sangrienta de la historia reciente. En la cuestión de la seguridad es donde brilla el auténtico espíritu totalitario del nacionalismo. Un espíritu que se vuelve especialmente insidioso cuando rodea al bastón de mando de cualquier socialista o popular vendido a la causa nacionalista por un puñado de votos.

Sirva de trágico ejemplo esa campaña de seguridad vial con la que se pretende reducir el número de atropellos en la ciudad de La Coruña. El ayuntamiento socialista ha decidido utilizar la primera franja de los pasos de cebra más peligrosos de la ciudad para señalar en grandes letras al viandante hacia dónde tiene que mirar antes de cruzar. Los letreros, por su tamaño, llaman la atención del peatón, pero están en gallego. O sea que, una de dos: o el ayuntamiento considera que los únicos despistados que cruzan sin mirar son gallegohablantes, o bien estima que el atropello de un castellanohablante es un asunto menor del que no debe ocuparse.

Y en Galicia, la de Feijoo, hay más. Porque si usted no domina el gallego y decide viajar por alguna de las autovías de la comunidad, se llevará una sorpresa desagradable al comprobar que los paneles luminosos de avisos de incidencias en carretera tampoco están en castellano. Algo similar al caso catalán: tendrá que conocer el significado en gallego de “lluvia”, “niebla”, “coche averiado”, “incendio”, o “guerra nuclear”, para poder llegar a su destino sin imprevistos ni sobresaltos.

La culpa de estas pequeñas discriminaciones que sufrimos a diario los españoles no es de un consejero exaltado, o de un gobierno autonómico cobarde. Se ha escrito mil veces que el error viene de la política territorial iniciada en la Transición. Con todo, lo peor no es su sectarismo. Lo peor es que aún encima es una ruina insostenible. Tal vez esa sea la única salvación: que es insostenible.

Ahora por fin dice Mariano Rajoy que hay que revisar el sistema autonómico. Va por buen camino pero ha confundido el verbo. Lo que hay es que deshacerlo. Por la economía, por supuesto. Pero también por la libertad. Sobre todo, por la libertad.

 
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