Transliterar el golpe

Hay siempre determinado género al que uno se entrega con particular deleite y, por eso mismo, con ánimo indulgente hacia sus concreciones más flojas. El incondicional del western, aunque la película haya sido mala, al menos habrá gozado con los gatillos fáciles y los horizontes lejanos. Quien tenga fruición en la comedia romántica, no dará por perdidos su tiempo y su dinero si al final ha derramado la lagrimita de rigor, pese a que, hasta el clímax feliz, haya debido aguantar los aspavientos de Hugh Grant.

Ese género por el que cada uno siente inclinación benévola es, en mi caso, lo que antes se conocía como docudrama y ahora, matizado de otro modo, viene llamándose thriller político. Específicamente, me pierden las películas cuya acción, basada en hechos reales –a menudo se incluyen en ellas imágenes auténticas de archivo– transcurre durante los denominados «años de plomo», entre finales de los sesenta y principios de los ochenta, con sus correspondientes tramas negras, sus actos terroristas, sus estrategias de la tensión. Una época convulsa y fascinante.

Entre las producciones con las que he disfrutado podría mencionar las italianas Buongiorno, notte, de Marco Bellocchio, sobre el secuestro de Aldo Moro, y Romanzo criminale, de Michele Placido, donde también se hace referencia a este suceso, y a otros igual de oscuros, como el atentado en la estación de tren de Bolonia en 1980; la británica Bloody Sunday, de Paul Greengrass, que recrea los disturbios mortales de Londonderry que espolearon al IRA, y la alemana Der Baader Meinhof Komplex, de Uli Edel, acerca de la Rote Armee Fraktion, que pretendió agitar los cimientos de la RFA.

Españolas, hay dos entre mis preferidas, con la particularidad de que se rodaron no mucho tiempo después de los hechos que narran (todas las del párrafo anterior son de la década del dos mil): Operación Ogro, de Gillo Pontecorvo, sobre el asesinato de Carrero Blanco, y 7 días de enero, de Juan Antonio Bardem, que recrea la matanza de los abogados laboralistas de Atocha.

Con estos antecedentes (como espectador, no como activista: créanme, pese a todo soy bastante pacífico), acudí raudo el miércoles a ver 23-F, la película de Chema de la Peña sobre la intentona golpista. Está correctamente dirigida, interpretada y ambientada, pero poco más soy capaz de decir. En este caso, creo que la aproximación casi exclusiva a uno de los dos polos del género en el que se inscribe ha llegado a asfixiarla.

Vídeo del día

Al menos 16 muertos en el incendio de
un centro comercial en China

 

El docudrama puede modularse más hacia lo documental o más hacia lo dramático. Si se opta por lo primero, será muy fiel a los hechos acaecidos y a las palabras pronunciadas, pero eso mermará posibles recursos que añadan profundidad y perspectiva. Es lo que le ha ocurrido a 23-F. El metraje compendia con afán casi didáctico cuanto puede, diecisiete horas de infarto, en algo más de hora y media. Y no da abasto.

Va de acá para allá, al Congreso, a Zarzuela, a Buenavista, a Valencia, al acuartelamiento de la Brunete…; se ve en la obligación lógica de reproducir el «quieto todo el mundo», el «ni está ni se le espera», el «primero le mato y después me pego un tiro», el mensaje del Rey, tantísimos enunciados, tantísimas situaciones para la historia. Entre tanto ir y venir por la senda de los hechos conocidos, la única pincelada un poco libre –pero solo un poco– es la caracterización de Armada, pusilánime y artero, siempre huidizo, interpretado por Juan Diego.

23-F es muy apta para que se proyecte en los colegios y los jóvenes tengan así una noción general de aquella asonada sin necesidad de que se adentren en la frondosa bibliografía que se le ha dedicado. Como película no estrictamente documental, no del todo carente de ficción, sí se echa en falta un poco más de vuelo especulativo, aunque entonces no faltaría quien la acusara de falaz. Chema de la Peña podía haber traducido la realidad a imágenes. Más bien la ha transliterado, signo a signo, sin desviarse un ápice. Aunque es una opción legítima, apena que lo más audaz llegue con los títulos de crédito, cuando el espectador constata: anda, pero si eran actores…