Volver a la vida

Queda una copa a medias sobre la mesa. La luz de la luna entra de lado por la ventana e impregna todo el comedor con una niebla suave, casi imperceptible entre tanta penumbra. El olor a bajamar invade la casa. Los hielos se deshacen, se desprenden y bailan en el ron. Y caen las últimas despedidas de un verano adolescente ajeno. El mismo que contemplamos como actores de una función que ahora nos toca dirigir y que en otro tiempo no supimos interpretar. Abajo se abrazan como si fuera la última vez. Todavía no saben que será la última vez. Desconocen que los amores de verano son como uno de esos cristales que deforman la realidad. Cuando se marcha agosto, se va la ficción estival, y lo que queda es un lento desengaño. Pero no vamos a romper una ilusión de juventud que todavía puede más que todas las razones de la tierra.

La vida se ha manchado del color de la prisa y ni siquiera las últimas noches del verano son como las de antes. Puede que todo se haya vuelto grosero y cansino, pero es más probable que sean las canas traidoras las que vuelven el lienzo blanco en una sucesión de borrones y genialidades. Ya no sentimos lo mismo porque el mundo no late igual y viceversa. Y el verano no es más que la estúpida estación de la playa, reducida a la expresión máxima del mal gusto y la ordinariez. No sé si algún día fuimos algo realmente importante para el resto del mundo. Pero sí sé que hoy somos una de tantas franquicias mundiales de la mala educación, de la degradación estética, que siempre está relacionada con la pérdida del sentido común y con el bronceado artificial. Nuestras playas lo reflejan con desesperante nitidez.

Vuelvo a los brillos de la copa, la madrugada, y la luna. Me tiemblan los recuerdos. El frío del relente refresca el ambiente. Y pienso que ya no quedan nostalgias que merezcan la pena, más allá de aquellas fotos que no volvería a inventar. Diez, quince o veinte veranos encerrados en botellas, a la deriva, no llegaron a ninguna costa. Se rompieron contra las rocas, como se rompe la juventud de quién no encuentra más ilusión que el presente. Envejecer es eso, supongo: olvidarse del futuro y disfrutar de la ilusión del presente. Dejar de anhelar y empezar a degustar. O morir de experiencias. Según.

Queda menos de media copa sobre la mesa. Vuelan las imágenes de agostos quemados, abrasados, guardados entre las cenizas de la memoria. Al fin, ya puedo escribir que todo lo que imaginé salió de otra manera. Pero salió mejor. Y ahora me toca escribir de esta penumbra, en vez de reconocer que aquellas ilusiones no se cumplieron. No porque fueran inalcanzables, sino porque eran una estupidez.

La rueda de la vida reparte las riquezas a su antojo. Guarda para la juventud las inquietudes, para la madurez las certezas, para la vejez las verdades. Las noches de verano están pensadas para comprender las pequeñas grandezas de la existencia. Que despertarse vivo cada día sigue siendo bastante más increíble que alcanzar todas las metas de mañana. Que los sueños de febrero se cumplen mejor que las quimeras estivales. Que los amores de Semana Santa duran más que los de julio. Que el verano es un espejismo de frivolidad, una pequeña traición a nuestra condición humana, inclinada al fracaso, aunque sea el más feliz de los fracasos.

Vuelvo al comedor, a la luna, al olor a salitre. Último trago. Adiós, calle melancolía. Adiós, presente en blanco y negro. Adiós, vieja polaroid. Todo es bruma. Queda una copa vacía sobre la mesa. Es hora de cerrar otro agosto. Hora de despertar de la fantasía estival. Hora de abrir la puerta a los días negros como noches, que explotan con toda su belleza cuando sonríe diciembre. A las nubes, a la lluvia, al ruido de los coches, a las luces de colores, a la nieve. Es hora, en fin, de volver a la vida.

 
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