Zapatero en el diván

Los señores más calmados se inquietan en la sobremesa, se esconden los votantes reticentes, se encienden las pacíficas tertulias, y asistimos con el corazón convulso a las primicias del gobierno de Zapatero, igual que si leyéramos un dramón romántico donde todo empieza tan mal que en la última página nada puede acabar bien. Un domingo de marzo ya lejano resultó elegido un presidente aparentemente alelado o inocuo, sin otra virtud que su falta de historia y una ambigüedad que permitía proyectar todo deseo. Muchos años de parlamentarismo y discreción habían convencido a Zapatero de las ventajas de hablar dulce y parecer inofensivo. De momento, lo vemos todavía llevar el traje de presidente con aire indudable de provisionalidad, como si fuese a la boda de una prima, rígido en el corte, falto de la auctoritas y del gesto severo que tienen los mandatarios de países donde se exige algo más que simpatía. Antes se hablaba de diletantismo y ahora se empieza a hablar de incompetencia, mientras topan las sonrisas con la acuciante gravedad de lo real. Como sustitutos de una acción de gobierno congruente, el repertorio socialista ofrece la paradoja, la legislación por sorpresa y una interpretación de las mayorías donde la banca gana siempre. La estrategia del disimulo le rindió a Zapatero equívocos beneficiosos, y nadie imaginaba que al tranquilo leonés alguien le iba dictando consejas de Sun-Tzu: miente y haz lo que quieras. De su mandato ya nos queda un acumulado de improvisaciones, un no sé qué de arrogancia cortijera, un poso de gestos autoritarios, el escándalo contenido ante imprudencia tanta. En cuanto a los altos ideales socialistas, la moral se sustituye por sentimentalismos vagos, nebulosos; por ñoñerías que a veces parecen frivolidad y a veces simple idiocia. Sin conocer arrepentimiento o autocrítica, todo pretexto ayuda a fundar un nuevo intervencionismo. Creíamos ya irrelevantes las diferencias entre la socialdemocracia moderna y la tradición liberal, como si fueran un mismo hombre que viste alternativamente chaqueta de cuero para cenar y chaqueta de tweed al mediodía. El sistema había seguido el lógico camino de un libre mercado con excedentes de sobra para sufragar oenegés. Frente al discurso de libertad y responsabilidad, frente al discurso de un Aznar elegantemente cabreado, nos encontramos hoy con una retórica de paz y bien muy poco manejable en un mundo por fortuna imperfecto y escarmentado de utopías. Un candoroso voluntarismo nos hizo abdicar de la ciudadanía para que alguien o algo —el Estado, el talante, ZP- nos guiara hacia la luz en momentos de incertidumbre. El tiempo, entretanto, confunde los análisis, Zapatero cambia su color tras probar sangre parlamentaria, y un cierto narcisismo empieza a asistir al poder. Naturalmente, tiene razón quien piensa que lo peor está por venir: leemos ahora la primera página del drama. Algo más de tila es necesaria para describir sin énfasis la escenografía del parlamento, donde todos los partidos -a excepción del PP- son bisagra. Se instaura así un mutualismo parasitario con un Gobierno que vive para afirmarse y seguirá vivo en tanto siga concediendo. Los pequeños grupos más o menos folklóricos se unen a fin de tener parte en el banquete y proseguir su minuciosa labor de destrucción. La responsabilidad queda muy lejos de todo esto, pero para suavizar las iras, Bono está dispuesto a aparecer con la bandera. En su paraíso terrenal, en la expectativa de un poder casi ilimitado y permanente, la izquierda ya confiesa estar cómoda con Rajoy. Lo importante es que guste en la derecha, que sus dirigentes se rearmen de realismo, que acopien energías intelectuales y que la oposición no se deje morir par délicatesse. Más que nunca el tiempo es breve, las esperanzas menguan, circulan correos electrónicos, se encienden las pacíficas tertulias y, con todo esto, llevamos la vida sobre el deseo que tenemos de vivir. En la derecha son momentos de paciencia y barajar.

 
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