El aborto y sus retóricas

Pocas cuestiones habrá tan refractarias a la transacción como el aborto. La falta de acuerdo de las partes enfrentadas resulta inevitable, porque entre el ser y el no ser se desconocen intermedios ontológicos. La disyuntiva es radical. Desde este punto de partida, la defensa de sendas posiciones tiende al empleo de una retórica de absolutos que, pretendiendo justo lo contrario, contribuye a acrecentar la animosidad y el encastillamiento del bando opuesto. No es mi intención aquí argumentar a favor de una doctrina –para despejar posibles dudas, diré que me inclino a creer en la existencia de vida desde el momento de la concepción–, sino tan solo constatar cómo ciertos recursos discursivos alejan y no allegan.

Del lado de los partidarios del aborto, el arco argumental va de la presunta asepsia a la descarada demagogia. A la primera categoría pertenece el asentado eufemismo «interrupción voluntaria del embarazo», derivado de un supuesto derecho de la mujer a decidir, que identificaría esta práctica con la extirpación de cualquier conjunto de células, de cualquier cuerpo extraño, que no desea albergarse en el propio por motivos de salud, de conveniencia, de estética o de otro tipo. En realidad, el tal eufemismo no es sino un pulimento léxico, más presentable, de la máxima que por las bravas proclamaban las feministas de antaño con su pareado «nosotras parimos, nosotras decidimos», y ya el verbo ‘parir’ llevaba implícita una toma de postura, pues lo mismo que se pare un niño se pare un ternero. Pasando al terreno de la franca demagogia, se pueden aducir las declaraciones de una portavoz de la sedicente Asociación de Católicas por el Derecho a Decidir, según la cual el rechazo del aborto por parte de la jerarquía es «exponer a muchas mujeres a una muerte segura, aunque tampoco es de extrañar esta actitud, si se tiene en cuenta que la Iglesia es la única institución cerrada a las mujeres».

Del otro lado, el de los detractores del aborto, es muy frecuente la ponderación del desafuero con términos de máxima intensidad significativa, como los sustantivos ‘crimen’, ‘asesinato’, ‘matanza’ –caso en el que incurre la, por lo demás muy medida, «Declaración de Madrid»- o incluso ‘genocidio’, acompañados habitualmente de los adjetivos ‘horrible’, ‘execrable’, ‘abominable’ o ‘atroz’. Pese a la bondad de la intención, el efecto en los convencidos de lo contrario, o incluso en muchos de quienes mantienen una indecisa tibieza, es contraproducente: lejos de tomar conciencia, se apartan instintivamente de una alegación que perciben excesiva, sanguinolenta. Tampoco parece muy acertada desde el punto de vista persuasivo –insisto, a pesar de su objetivo laudable y de su plena legitimidad– una campaña como la de la Conferencia Episcopal, que contrapone el desvalimiento del ‘nasciturus’ a la protección del lince. Dicen los optimistas que al menos ha servido para suscitar la polémica, pero acto seguido habría que hacer dos precisiones: primera, en casi toda polémica la Iglesia lleva las de perder ante la opinión pública –ahora debe cargar con dos cruces, la de reaccionaria y la de antiecológica–; segunda, con la contraargumentación malévola servida en bandeja, ¿cuántos nuevos adeptos ha sumado de verdad la Iglesia a su causa?

Acaso en la materia de la vida en sus inicios no sean suficientes las palabras para convencer al descreído de que crea y viceversa. Acaso, más bien, las palabras entorpezcan o alimenten incluso, con las retóricas extremadas o las equívocas razones laterales, aquellas creencias arraigadas del contrario. Radical, la disyuntiva. El verbo ‘ser’ es, en fin, irreductible. El verbo ‘ser’ es, en fin, intransitivo.  

Vídeo del día

Al menos 16 muertos en el incendio de
un centro comercial en China