El boquete

Perdidos en las nubes paralelas de la exégesis y el deleite, solemos olvidar que cualquier expresión artística se fundamenta en la materia. Por eso nos sorprende que sea posible lo que le sucedió a Steve Wynn cuando estaba enseñando a unos amigos El sueño, de Picasso, cuadro que había adquirido años atrás y que se disponía a vender con una considerable plusvalía. La mala fortuna del por otra parte afortunado hombre de negocios, la retinitis pigmentosa que distorsionaba su visión periférica y una gesticulación en exceso vehemente se conjuraron para que su codo derecho terminara incrustado en el lienzo. Y aunque la musa durmiente del pintor, Marie-Thérèse Walter, no reaccionó a tan descortés intento de despertarla, le quedó en el antebrazo izquierdo un boquete de cinco centímetros de diámetro.   La vanguardia, con vanguardia se paga. Si Picasso fue uno de los creadores del cubismo, Steve Wynn ha sido el iniciador del dadaísmo negligente, una variedad de aquella impostura de entreguerras que a la iconoclasia y al componente azaroso ha añadido ahora la simple patanería y un perjuicio a los propios intereses. No es fácil seguir esta nueva tendencia del multimillonario americano, porque implica una ausencia total de dolo —pintarle adrede un bigotillo revirado a una reproducción de la Gioconda, como hizo Duchamp, es en realidad un dadaísmo de boquilla—, a la vez que se requiere un temple excepcional ante el lucro cesante y una resignación jocunda para exclamar con desenfado: «¡Oh, mierda, mirad lo que he hecho! Gracias a Dios que he sido yo». Reacción esperable en un propietario de casinos de Las Vegas, y opuesta a la previsible en un diletante catedrático parisino de historia del arte, que se hubiera clavado la Dupont en la yugular.   Humoradas aparte, asombra la vulnerabilidad de todas las piezas artísticas, incluso de aquéllas más abstractas, como las musicales: un clave mal temperado puede dar al traste con la partitura de Bach (eso sí, con la ventaja, en este caso, de que en sucesivas interpretaciones es posible subsanar la tropelía). Un niño airado, harto de tantas horas en el museo, puede acabar lanzando el huevo Kinder medio derretido a Las Meninas, y no habrá vigilante capaz de interceptarlo al vuelo. Un helicóptero puede perder combustible y acabar estampándose —sin víctimas mortales, por fortuna— contra una torre de la catedral gótica. Un rayo puede..., etcétera, etcétera. Suena agorero, sí, pero todo eso ¿puede o no puede ocurrir? Cuidado con los codos, cuidado con los críos, cuidado con las aeronaves, cuidado los pararrayos mal instalados: el patrimonio está en peligro.

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