El complejo complejo

Rajoy no quiere irse a La Moncloa. Lo comprendo. Es un sitio horrible donde la gente enloquece. De noche se oyen voces. Está lleno de fontaneros y hay agentes del CNI hasta en la nevera. Y todo el mundo sabe que los topos del jardín son espías que trabajan para los Estados Unidos. De noche aparecen brujos visitadores, y los árboles y plantas cobran vida como en las películas de terror. La Moncloa es una pesadilla. Una cárcel donde todo lo divertido no se puede hacer. Está prohibido pulsar el botón rojo del despacho presidencial. Está prohibido hacer botellón en el jardín. Está prohibido pisar las flores. Está prohibido jugar al Risk desde el búnker con países de verdad.

La Moncloa es un complejo complejo. Cuenta con muchas particularidades y leyendas. Todas ciertas. Ministros al margen, La Moncloa siempre ha mantenido una sugestiva fauna y una variada flora. Cipreses, chopos, cedros y acacias configuran un hermoso paisaje que, en teoría, constituye el entorno ideal para tomar las mejores decisiones para España. La práctica, en cambio, confirma lo contrario: cuanto más ricos y naturales son los alrededores, más pobres y artificiales son las ocurrencias políticas que se dan.

El recinto de La Moncloa siempre ha estado habitado por animales, especialmente desde mediados de los 80. En algún momento indeterminado de su eterno mandato, Felipe González recibió unas llamas, obsequio de Bolivia. Lo razonable es que el palacio se hubiera calcinado, pasto de tan inflamable regalo. El presidente se habría visto obligado a emigrar a un piso del barrio de Salamanca y quizá todo habría ido mucho mejor en las décadas siguientes. Pero no ocurrió así. Por esas cosas de la prestidigitaciónsocialista, las llamas nunca ardieron. Permanecieron triscando por los jardines oficiales, viviendo a sueldo del Estado, como todos los animales que rodean al Gobierno. Cuando llegó Aznar con las tijeras, las llamas huyeron hacia el zoo de Madrid y hasta hoy.

Craso error el de las llamas. Aznar era un gran amigo de los bichos. Lo prueban algunas de sus amistades internacionales. Además, durante su mandato se hizo famoso el gato Manolo. Mi única simpatía hacia Zapatero coincide precisamente con la misteriosa desaparición de Manolo. Un gato no es exactamente un animal doméstico. Un gato es un gato. Feo como un gato. Falso como un gato. Perro como un gato. Ningún presidente de Gobierno serio puede acariciar un gato con las mismas manos con las que después firmará leyes que afectan a la sanidad, o estrechará las manos de sus homólogos europeos. Por suerte, cuando los Rodríguez Zapatero llegaron a la Moncloa, Manolo desapareció, sin que nadie hasta hoy haya dado pistas de su paradero, toda vez que quedaron desmentidos los rumores que situaban los huesos del felino en un bolsillo de la mochila de Vallecas.

El interior de La Moncloa no mejora al exterior. La decoración reúne los traumas infantiles de todos los expresidentes, y refleja los diferentes estados de ánimo de sus mujeres, no siempre boyantes. La Moncloa es una fábrica de ansiedades. Cada excentricidad de este palacio manifiesta la paulatina chifladura sufrida por sus habitantes. Es el temido síndrome de La Moncloa. Bajo sus devastadores efectos, González construyó su bodeguilla, Aznar instaló una pista de pádel desmontable, y Zapatero alumbró la Alianza de Civilizaciones.

Rajoy teme vivir en La Moncloa y hace bien. Yo estoy dispuesto a apoyarle en su empeño por librarse de tan alto precio por haber ganado unas elecciones. Le ofrezco mi modesto piso a cambio de las veinte hectáreas de su nuevo palacio. Sí. Me sacrifico por España.

Instalaré una sauna. Llamaré a mis amigos periodistas y músicos. Haremos música en directo. Cenaremos marisco. Beberemos buen vino. Invitaremos a Berlusconi. Montaremos la tomatina de La Moncloa y celebraremos los Sanfermines por los pasillos del ala norte. Saldremos de caza, mataremos un gamo, e iremos todos a la cárcel. Pero antes, si nos da tiempo, le declararemos la guerra a Francia, desde el mismo búnker donde Álvarez Cascos pernoctó la noche del cambio de siglo, una de esas madrugadas en las que se acabó el mundo en todo el mundo menos en España. Será una gran aventura para mí, y un merecido alivio para Rajoy y los suyos.

Por mi parte, el trato está hecho, presidente Rajoy. Le dejo las llaves del piso bajo la alfombra de entrada al palacio, entre el micrófono de los rusos y el micrófono de Rubalcaba. Cuidado, al entrar, con el escalón de la cocina. Y compruebe si esta vez he dejado desenchufada la plancha antes de soltar al perro por casa.

 
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