La educación es el 36%

Guy Sorman, que con visión panorámica recorre la coyuntura internacional en su libro La economía no miente (Gota a Gota, 2008), menciona un informe del Banco Mundial en el que este organismo trata de cuantificar el capital intangible de las naciones. La porción mayor, un 57%, corresponde al Estado de derecho, cuyo correcto funcionamiento inspira confianza a los inversores. La educación representa el 36% del patrimonio. Para comprender ambas magnitudes conviene añadir que las riquezas naturales solo aportan entre el 1 y el 3% del capital de un país.

Invertir en educación es, pues, rentable. Con el dato a la vista, se antoja algo más que simple retórica la frase de Obama en la Cámara de Comercio Hispana, donde hace unos días expuso su plan de reforma de la enseñanza: «El futuro pertenece a la nación que mejor eduque a sus ciudadanos». El problema que se les plantea a muchos gobiernos es de qué manera, con qué medidas concretas, pueden atajar la progresiva degradación de los sistemas educativos vigentes en sus naciones, una merma no disimulable ya ante la concurrencia cada vez mayor de intervinientes en esta sociedad global.

En España, ¿cómo gestionamos nuestro 36%? Parece que no demasiado bien. Los indicadores internacionales nos van situando en puestos cada vez más bajos al analizar los conocimientos y destrezas de los alumnos. La secundaria lleva años funcionando en nuestro país como la continuación de la política por otros medios. No solo se suceden las leyes orgánicas con presupuestos teóricos más o menos enfrentados, sino que ya se judicializan los currículos hasta llegar a las más altas instancias: el Supremo ha debido pronunciarse sobre Educación para la Ciudadanía, y esta semana el mismo tribunal ha sentenciado el carácter ilícito de un curso puente en Bachillerato.

Esa última medida propuesta por el ministerio es indicadora de la permanente recurrencia al apósito en materia tan delicada. No se trata de que el bachiller acabe mejor formado, sino sencillamente de que acabe, como si en una carrera de cuatrocientos metros vallas al corredor le quitamos las vallas para que no se lastime, le paramos el cronómetro para que no se agobie y lo llevamos de la mano para que no se equivoque de calle por la que debe enfilar hacia la meta. Lo importante es participar y que nadie se retire. La retirada, en el caso de la educación, se llama fracaso escolar, y a los gestores públicos su simple mención les causa espanto.

Mientras el declive se consolida por mucho que pretendan ocultarlo tras los números, en España se eluden las cuestiones fundamentales: qué modelo educativo es el óptimo y cuáles son los medios adecuados para llevarlo a efecto. Quizá la manera de llegar a la menos insatisfactoria de las opciones sea por tanteo y aproximación. La gran traba de este país nuestro es que hay debates que ni siquiera pueden plantearse en serio porque al instante son objeto de caricatura: conceptos como cheque escolar, charter schools, homeschooling o educación diferenciada acaso no solucionen el problema de fondo, pero es que para mencionarlos siquiera hay que ser muy, muy de derechas. Y ya se sabe que esa gente nunca ha traído nada bueno.

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