El hombre de la aguja

España es una gran burbuja de dinero público hinchada de tal manera que puede contemplarse desde La Luna. Lo público invade cada esquina de nuestra nación y de nuestras vidas. Lo nacional, lo autonómico, lo comarcal, lo local. Todo contribuye a hinchar un globo que nos oprime, y cuyo peso soportamos como podemos, mientras el gobierno sopla alegremente para hacerlo crecer, al mismo ritmo que los jefes locales de las diferentes comunidades, y al compás de los pequeños alcalditos de los diferentes pueblos y ciudades. Así, como una burbuja enorme al borde del colapso. Un incendio con 17 focos que se expande alocadamente. Así es España hoy.

Somos un país alocado, inmaduro y poco fiable. Como un adolescente que organiza su primera gran juerga en casa, aprovechando un viaje de papá y mamá. Nos temen en el extranjero porque no defendemos nuestra posición en la historia, porque nos dejamos dividir entre buenos y malos, porque no tenemos palabra. En España la libertad sobrevive acosada por miles de leyes estúpidas, que linchan a la clase media y a las familias, y hacen las delicias del corrupto, del vago y del paleto. En un país donde el verbo dimitir no se conjuga ni por equivocación, el corrupto lo goza. El vago campa a sus anchas, nadando en extravagantes subvenciones que serían muy graciosas sino estuvieran respaldas con nuestro dinero. Y el paleto se derrite literalmente, cuando ve que en Cataluña obligan a los hoteles de cinco estrellas a ofrecer pan tumaca en el desayuno. No sólo se derrite sino que luego se recompone, y se va a uno de estos hoteles a desayunar, sólo para pedirse un pan tumaca, sacarse una foto con el móvil en el momento del primer mordisco, y enviársela a sus amiguitos de Facebook.

Todo el mal estaba oculto en la letra pequeña de la Constitución, que es un texto que nunca se escribió para acabar en manos de irresponsables. Y ahora lo ensucia, lo empaña todo. En la mayoría de los casos, allá donde hay un logotipo de un ayuntamiento, o de una consejería, o de un gobierno autonómico, hay una desagradable sorpresa para el contribuyente. Allí se esconde la intromisión en la libertad de educación, allí se respira el sectarismo cultural, allí se celebra el asesinato de los más inocentes, allí se palpa el despilfarro.

Con la desfachatez y la soberbia del más poderoso del condado, así se extienden por toda España las telarañas de un estado artificialmente inflamado y gestionado en gran parte por traidores, analfabetos y holgazanes. La prueba es que muchas veces la ciudadanía ya no demanda acción a sus líderes políticos, sino que prefiere que no hagan nada, para que no lo sigan estropeando todo. Al fin y al cabo, lo peor de nuestro sistema no es que sea insostenible. Sino que es innecesario.

Por eso, ante la alarma nacional, mientras corre por Europa el rumor de que podemos convertirnos en la próxima Irlanda, el país suplica por un golpe de timón, un cambio urgente que deje de lado partidismos y cálculos electorales. Necesitamos al hombre de la aguja. Eso es todo lo que nos hace falta. España y gran parte de los españoles claman por un tipo capaz de acercarse al poder, abrirse paso con un alfiler, y clavarlo a conciencia en el centro de esta gran burbuja artificial, llena de veneno público y burocrático.

Será un placer ver como vuelan ministerios, ver cómo se desvanecen concejalías de todos los colores, ver cómo se esfuma el dinero de esas subvenciones inútiles, y celebrar que lentamente todos esos billetitos secuestrados por este estado corrupto regresan a nuestros bolsillos, de los que nunca debieron partir.

 
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