El instinto de muerte

               También en la clerical y civilizada Vic, donde un ayuntamiento nacionalista de izquierdas se ha propuesto ir contra la ley y dejar de prestar a los trabajadores extranjeros el servicio más elemental: registrar su presencia. Si no se les permite empadronarse, quedan fuera de la sanidad y la enseñanza. ¿Qué sucederá si enferman gravemente? ¿Van a dejar a un niño sin escuela? -Todo menos perder las elecciones, dice el alcalde. No vaya a ser que los catalanistas de extrema derecha (que los hay) se lleven el gato al agua.

                Hasta Durán i Lleida, el político a quien yo salvaría de un tsunami si sólo pudiera rescatar a uno, está de acuerdo con esta limpieza, que algo tiene de racial. Incluso el ilustrado y progresista Gallardón apoyaría la depuración si se pusiera a mano. Los socialistas del gobierno se han escandalizado un poco, pero también hay socialistas en el ayuntamiento de Vic. Pocos años antes, cuando hacía falta mano de obra barata, eran muy abiertos y no tuvieron inconveniente en que se disparara el efecto llamada. Aunque tampoco tardaron mucho en levantar alambres de espino en Melilla y Ceuta, mientras morían a cientos los náufragos de las pateras. Da la impresión de que la dignidad de la persona humana es un instrumento retórico cuando –tanto a la izquierda como a la derecha- se acuerdan de ella.

                Los economistas coinciden en que la inmigración ha sido una de las causas principales de nuestro rápido desarrollo en los últimos años. Hace mucho más tiempo lo fue la emigración. Mi padre se marchó a México cuando tenía trece años. Y mi abuelo materno emigró a Cuba, donde nació mi madre. Más recientemente, cuando yo viajaba en los autobuses más baratos para trabajar sobre mi tesis en Alemania, coincidía con los trabajadores españoles que regresaban al tajo. Se quejaban amargamente de que nadie valorara la ayuda que estaban prestando al país con sus envíos de divisas. El forastero es, según la Biblia, el pobre y desamparado por excelencia. Constituye un tremendo yerro ético no acogerle y mucho mayor aprovecharse de su desprotección.

                Hoy día sabemos mejor que la población es la riqueza primordial. Y que no venga ahora el doctor Santiago Grisolía con la desacreditada cantinela de que la natalidad perjudica al medio ambiente. En otro nivel de comprensión, la filósofa judía Hannah Arendt acertó cuando dijo que un niño que nace es la única novedad auténtica que acontece en este mundo. Y Habermas señala que el carácter azaroso de un nacimiento no programado es la condición original de la libertad.

                La paradoja más lacerante es ver cómo el humanismo materialista se está dejando fascinar por la muerte: del no nacido, del enfermo grave, del anciano, del pobre... ¿Qué pensamos ante el apocalipsis de Haití? Se ha repetido con una tranquilidad morbosa que las tragedias –también las naturales- acechan especialmente a los miserables de este mundo. Es una realización inesperada del inquietante descubrimiento de Freud: la otra cara del instinto de placer es el instinto de muerte. El placer insolidario de los satisfechos lleva consigo, como contragolpe, la muerte de los desamparados. Pero es que ese juego entre eros y thánatos acaba por volverse contra quien busca el goce a toda costa. La única manera de no sufrir es no sentir. Y, como dice el castizo, si a partir de los cuarenta años te despiertas por la mañana y no te duele nada, es que estás muerto. La búsqueda a ultranza del equilibrio placentero acaba por ser letal para los individuos y para las sociedades.

                Hay una ecología humana de la que ha hablado estas navidades Benedicto XVI. Si no se respeta la dignidad de la persona, se acaba dañando a la creación. Y poco antes el Papa había indicado que, en la raíz de la crisis económica, está la angostura de horizontes humanos: la ausencia de generosidad, la ceguera ante el valor de la lógica del don. A quien más daña el egoísmo es a quien lo cultiva.

 
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